Santa Rosa de la Pampa



Camino de la Pampa. Estancias, secos pastizales, horizontes planos y enormes como en el mar. Un trayecto muy propicio para volver a las ensoñaciones sobre el tiempo y el futuro.En Santa Rosa de la Pampa el pequeño portátil que nos acompañaba dio los primeros frutos. Con la máquina a cuestas nos fuimos a un locutorio telefónico. Eran tiempos que recoger el correo electrónico apenas había comenzado a funcionar. Conectamos el pequeño enchufe, pusiemos en funcionamiento el programa, y... maravilla de las maravillas, una bandeja sobre la pantalla se fue llenando de cartas que venían de casa.

Mario; siempre una peculiar manera de escribir; le seducían las paradojas, una escritura espontánea y rocambolesca en la que no era fácil encontrar lo que quería decir, pero que sí indicaba un alto grado de apasionamiento y dispersión. Había sido siempre un estudiante muy irregular con propensión a dejar para última hora sus tareas. En su habitación todavía existe la pintura, quizás del periodo barroco, en la que un niño duerme apoyado en su brazo junto a sus deberes escolares en la mesa de trabajo. En los últimos tiempos su mente volatera picoteaba indiscriminadamente aquí y allá hasta el punto de no saber dónde se encontraba el norte. Aunque no estaba por la labor de hacerse muchos proyectos todavía, decía, algún hueco si encontraba para ellos; así que de momento había pensado en apuntarse a unas clases de guitarra, se iría a Europa, leería, pensaría, escribiría, haría fotos, aprendería inglés y ya de paso se daría una vuelta por Holanda a visitar a unos amigos. Ahora estudiaba filosofía, a Nietzsche y Schopenhauer, y, además, hacía un hueco para leer a Julián Marías y a Carmen Laforet. En su mundo podía caber todo, también, o muy especialmente, la contemplación del campo que rodeaba la casa familiar. Como ni Lucía ni Guille os lo dirá, decía, os lo cuento yo: aquí el campo está precioso, las cerezas crecen fuerte; hace mucho viento, parece como si el aire se hubiera llevado a los pájaros. Su afición por los bichos se había despertado en él desde que era muy pequeño. Terminaba su carta, en medio de otras cosas, diciendo que estaba enamorado.

El camino desde el deseo a la satisfacción de ese deseo; esa distancia, dice Freud, se llama cultura. La cultura sexual, es decir, la distancia que va del deseo a la satisfacción sexual, se llama —o podría llamarse—, diría yo, erotismo. El erotismo como sucedáneo, adelanto, paso previo, camino de la satisfacción sexual. En este caso la referencia de partida pertenecía a El inmoralista, lo que había llevado a Guillermo a recordar a Freud. Las clases de Ramos estimulaban en él su apetito libresco. A Guille se le echaba de menos en el correo por entonces.

Victoria terminó en Santa Rosa con La forja de un rebelde, de Barea. Un recorrido por la experiencia personal del autor en los tiempos de la guerra última. El miedo, la angustia, también física, que le llevan cerca de la locura son algo fácilmente imaginable en la vida española de los años 1936-39. Dice en algún momento: “La guerra ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a la gente de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias...” ”Seremos los más fuertes, mucho más fuertes que nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad”. No era la primera vez que yo me encontraba con esta idea conturbadora entre las manos, la posibilidad de que los pueblos eviten convertirse en momias corría, parece, peligrosamente de la mano de hechos llamados a exterminar a una parte importante de la población; el dolor, la muerte, los sufrimientos indecibles como estimuladores de nuestras capacidades, la guerra convertida en incentivo para resucitar la voluntad; el instinto de vida, adormecido tiempo atrás, propulsado, exacerbado ante la cercanía del instinto de muerte. Paradójicamente los amantes de la vida son los que más se exponen al riesgo de perderla. Esa era la filosofía de los escaladores de montañas, los exploradores, los pioneros de toda condición. Es más que probable que todos los conquistadores de este continente necesitaran la huera disculpa del oro, el poder y la gloria para dar satisfacción a otras necesidades más profundas que ellos mismos eran incapaces de concretar. Cuando no sabemos nombrar la propia efervescencia interior es fácil que ésta tome el aspecto de sentimientos comunes y vulgares que parecen bogar por encontrar su puesto en el prestigio social pero que sin embargo esconden un insaciable deseo de búsqueda de uno mismo a través de la confrontación con los peligros y las aventuras que la conquista ponía ante ellos. Si el que se mete en peligros sin cuento no sabe muy bien la razón de ello, ¿por qué habremos de creer a todos aquellos que manifiestan empeñar su vida a fin de hacerse con un peñasco de oro? Acaso ni siquiera ellos mismos llegarán a saber nunca la razón real que les empuja a tan descabelladas aventuras. Almas en manos del destino, pasiones empujando desde recónditos rincones, incontroladas, tan ciegas y locas como las fuerzas del amor. La guerra había puesto de nuevo a la población frente a las pasiones elementales, frente a la necesidad, el individuo había tenido que emplear para vivir esa parte adormecida de su inteligencia y de su creatividad que vivía arropada por el espíritu gregario que la vida social va suministrando poco a poco en reducidas dosis a modo de veneno de efecto retardado.

Santa Rosa era una ciudad pequeña y tranquila de casas bajas y calles anchas y bien cuidada. En una esquina nos topamos con dos policías que hacían la ronda callejera con aspecto aburrido. Nos paran, nos piden los pasaportes y comienzan a tomar acta del encuentro: datos personales, aspecto, peso, descripción pormenorizada de la ropa que llevábamos en aquel momento. Uno de ellos dictaba al otro, que con letra de colegial iba anotando en un cuaderno de rayas los pormenores arriba indicados. Se disculparon diciendo que cumplían con las ordenanzas. Después se despidieron amablemente.

Antes de partir de nuevo en dirección al parque nacional de Liuell Calel, escribimos a casa. Yo aludía humorísticamente a lo mucho que la distancia estaba contribuyendo a que las incompatibilidades con Mario relajaran mi ánimo. ¿Qué tal te va la vida sin mí?, le decía. Y con mayúsculas, añadía: estudia pequeño cabronazo... estudia y déjate de gaitas.

Victoria estaba contenta y romántica aquella tarde, acababábamos de terminarnos una botella de vino a la luz de la luna al revés y le salió una carta llena de bromas y de buenos deseos, especialmente para Mario, el viviente del mundo no encontrado, al que pese a los capirotazos que venía recibiendo de su padre, le había salido una despedida en su último correo tras los besos de rigor, diciendo que estaba orgullosos de tener unos padres así, orgullosos también por la forma en que les habían educado.

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