Temuco - Valparaíso


Temuco

Mañana gris con una pizca de sol despuntando desde algún lugar. Hace frío, el ambiente en la habitación es húmedo y algo inhóspito.

En tren. Temuco-Santiago de Chile

Viajamos en un tren de novela, un Oriente-express enmoquetado y cubierto de cortinajes; del techo cuelgan globos de cristal similares a los que debían de iluminar los habitáculos de la burguesía decimonónica. El tono cálido de la tapicería, tabaco oscuro, doble ventana, apenas un ventanuco de una casa de madera abierta con precaución a la luz de la naturaleza. El espacio interior es suficientemente acogedor como para olvidarse del paisaje que transcurre en la oscuridad de una tarde de otoño. El personal del tren recorre en riguroso vestuario oficial los pasillos del vagón; el largo levitón de azul marino y su gorro de intendencia están hechos también para una novela de Grahan Green; aquí pueden fraguarse los crímenes de Aghata Christie. Los globos de cristal desprenden una luz tan íntima como inútil.

Los cortinajes armonizan con los barnices, con los cromados, con las filigranas decorativas; dan vida de época a este vagón de madera al que falta poco para fenecer ante la competencia imparable de los buses de larga distancia. El personal de vagón exhibe la cortesía de década periclitadas.

Es cómodo y confortable viajar así, al ritmo tan familiar de chacachá chacachá de las grandes distancias; ahora viajar de señoritos, de puñeteros burgueses que decía mi hijo en su último e-meil; de tren transiberiano que algún día tomaremos para quitarnos de encima de una vez el proyecto que nació en un espacio entre los treinta y los cuarenta sin apenas darnos cuenta de que el deseo era ya irrevocable. El tren, esta deliciosa y obsoleta antigualla que con su renquear y despistado caminar traquetea hoy por un mundo que ya no es el suyo.


Santiago de Chile y Valparaíso

Mañana temprana en Santiago de Chile, cielo nublado; desde el balcón del hotel un puñado de tejados sobre los que se alza un picacho con una capa de nieve reciente. Después de la noche de tren meciéndonos tras el biombo acortinado de un compartimento común, atravesamos mientras amanece las calles solitarias y dormidas de la ciudad; Santiago despierta apenas de una grisura húmeda. A media mañana nos marchamos a Valparaíso, casas de madera, color, cerros, barrios humildes, ascensores para acceder a distintos planos de la ciudad. Regresamos a la noche al hotel.

La habitación se abre a la calle por un balcón con balaustrada; aunque no nos ponemos de acuerdo, que para ella es baranda y para mi no; que sin un diccionario a mano es difícil saber si se trata de una cosa u otra, o acaso sea una barandilla, que también podría ser. Balaustrada en todo caso de madera movediza. Y nunca mejor dicho. Salí muy ilusionado al balcón y date, me apoyo en la baranda y casi tuve la sensación de que me iba abajo desde un respetable tercer piso. Menos mal que, viendo el estado del hospedaje, mi compañera de viaje dio un grito fenomenal en el preciso momento en que aquello empezó a oscilar sobre el vacío: ¡Alberto!, amor be careful, no te desnuques, la baranda está pocha, te puedes romper la crisma. Palabra que aquello se balanceaba como si se fuera a precipitar en ese instante fachada abajo. Habría sido ridículo encontrarse un titular en los periódicos de esta calaña: “turista confiado y boludo la palmó precipitándose desde un tercer piso después de haber intentado apoyarse en baranda de madera de habitación hotel barato”.

Las calles vacías del domingo por la mañana se convirtieron por la tarde en un batiburrillo de gente animada, un magnífico enjambre de color y bullicio en donde uno adivina que en el fondo ama las ciudades y el follón más lo que se piensa.

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