Mañana gris con una pizca de sol despuntando desde algún lugar. Hace frío, el ambiente en la habitación es húmedo y algo inhóspito.
En tren. Temuco-Santiago de Chile
Los cortinajes armonizan con los barnices, con los cromados, con las filigranas decorativas; dan vida de época a este vagón de madera al que falta poco para fenecer ante la competencia imparable de los buses de larga distancia. El personal de vagón exhibe la cortesía de década periclitadas.
Es cómodo y confortable viajar así, al ritmo tan familiar de chacachá chacachá de las grandes distancias; ahora viajar de señoritos, de puñeteros burgueses que decía mi hijo en su último e-meil; de tren transiberiano que algún día tomaremos para quitarnos de encima de una vez el proyecto que nació en un espacio entre los treinta y los cuarenta sin apenas darnos cuenta de que el deseo era ya irrevocable. El tren, esta deliciosa y obsoleta antigualla que con su renquear y despistado caminar traquetea hoy por un mundo que ya no es el suyo.
Santiago de Chile y Valparaíso
La habitación se abre a la calle por un balcón con balaustrada; aunque no nos ponemos de acuerdo, que para ella es baranda y para mi no; que sin un diccionario a mano es difícil saber si se trata de una cosa u otra, o acaso sea una barandilla, que también podría ser. Balaustrada en todo caso de madera movediza. Y nunca mejor dicho. Salí muy ilusionado al balcón y date, me apoyo en la baranda y casi tuve la sensación de que me iba abajo desde un respetable tercer piso. Menos mal que, viendo el estado del hospedaje, mi compañera de viaje dio un grito fenomenal en el preciso momento en que aquello empezó a oscilar sobre el vacío: ¡Alberto!, amor be careful, no te desnuques, la baranda está pocha, te puedes romper
Las calles vacías del domingo por la mañana se convirtieron por la tarde en un batiburrillo de gente animada, un magnífico enjambre de color y bullicio en donde uno adivina que en el fondo ama las ciudades y el follón más lo que se piensa.
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