Camino de Rurrenabaque

La Paz-Cochabamba

De
camino a Cochabamba la carretera corre por el altiplano a gran altitud rodeada de profundos barrancos y colinas, más allá de los cuales aparece un fondo de cumbres nevadas. Las casas son de adobe con tejado a dos vertientes cubierto de una hierba muy común aquí, la paja brava. El paisaje solitario e interminable de montañas peladas produce la sensación de una tierra totalmente abandonada, sólo de vez en cuando aparece alguna casucha o algún pequeño poblado en lo hondo de alguna quebrada. Cuando anochecía la carretera se asomó a un conglomerado de barrancos por donde se veían transitar a lo lejos las pequeñas luces de los camiones que sorteaban decenas de valles totalmente áridos y secos, y al final de los cuales estaba Cochabamba, en un inmenso valle abierto ya hacia la selva.


Cochabamba— Santa Cruz de la Sierra

Ahora sí, ahora ya es el trópico, y el calor, y probablemente los mosquitos. Desde Cochabamba la carretera trepa al altiplano de nuevo sobre su consabida vegetación rala; y desde allá, en un salto de apenas doscientos metros, el paisaje se satura de verde y de bromelias sobre los taludes escarpados de la carretera que desciende curva tras curva por colinas en donde ya no se aprecia un palmo de tierra libre de vegetación.
Después de siete horas de viaje, el camino transcurre llano y monótono por un paisaje tropical de plataneros, palmas, casuchas de tejado de paja o ramaje. De los cuatro mil metros hemos bajado a un inmenso llano a doscientos metros sobre el nivel del mar, que no volverá a elevarse ya hasta el Atlántico. Todos los ríos terminan dirigiéndose tarde o temprano hacia la cuenca amazónica. El paisaje me recuerda a las tierras del Golfo de Bengala. La carretera cruza numerosos ríos de aspecto achocolatado; como estamos en la época seca parte del cauce queda al descubierto. Siempre hay gente bañándose en ellos. Es la primera vez, en mes y medio, que podemos prescindir del jersey, ahora debe andar por los treinta y dos grados.
El cielo está muy bonito, esas nubes livianas que adornan los campos de El Chorrillo en primavera; es agradable estar sentado en las butacas delanteras de un autobús y mirar, y leer y adormilarse. Un señor a mi izquierda. me da conversación, hablamos de todo un poco, del altiplano, de la selva, de economía, de Darwin a última hora.
Los pequeños pueblos en los que paramos tienen un aspecto plácido, la gente de aquí es mucho más cálida y tratable, no es la sequedad de los aymaras del altiplano. De vez en cuando el autobús tiene que parar en algún control del ejército; nos bajamos, registran todo con una mano (en la otra llevan un enorme helado que lamen con delectación mientras husmean entre el equipaje)... y nos volvemos a poner en marcha. Atravesamos una de las zonas más frecuentadas por el narcotráfico de la cocaína. Es, sin embargo, una de las rutas más transitadas del país; Sta. Cruz-Cochabamba-La Paz forman el principal eje económico de Bolivia.
Ahora, las cinco de la tarde, la luz se hace suave y acariciadora, sólo quedan cien kilómetros para Santa Cruz.


Santa Cruz-Trinidad

Todo está oscuro, busco a tientas las teclas del ordenador. Las ventanas del autobús van abiertas de par en par, entra el agradable fresco de la noche tropical. Han puesto una película, pero han tenido la gentileza de dejar el volumen al mínimo, aunque también es cierto que la película se pasa en inglés. Qué agradable es viajar así, yo he terminado una novela (tuvimos que comprarnos una superlinterna para estas ocasiones) y mi compañera de batalla mira las estrellas; es un placer escribir en mitad de la noche mientras el autobús hace una interminable carretera que apenas se desvía en todo su recorrido de la recta. Doce horas de autobús, son las once de la noche, embarcamos a las seis de la tarde y llegaremos a Trinidad cuando comience a amanecer.

La suavidad de la noche invita a sentarse al fresco, cenamos al aire libre y nos vamos a la plaza, huele al pan y quesillo de las acacias, lo trae la brisa de algún rincón del parque. Esta noche recuerda alguna otra de los veranos del Pirineo, esas madrugadas de tomar café frío en alguna plazuela de un pueblo de la montaña mientras se comentan los acontecimientos del día. Hoy no dormimos bien en el trayecto de autobús entre Santa Cruz y Trinidad, durante el día hacía un calor del carajo, así que después de la comida nos hemos refugiado en la habitación del hotel, hemos encendido el ventilador que cuelga sobre la cama y nos hemos quedado en porretas a recibir el aire fresquito que nos venía del cielo. Me he dormido como en los mejores tiempos, apacible, perezoso, he dormitado largamente; cuando nos hemos levantado hacía un buen rato que había anochecido. Ahora suenan las campanas de la catedral, no falta ningún elemento a esta noche de pueblo pirenaico. Paseamos como dos burgueses satisfechos bajo los pórticos de la ciudad. Inexplicablemente las aguas residuales corren canalizadas a la vera de los pórticos.
Barajamos la idea de tomar uno de los cargueros que descienden alguno de los grandes ríos que se dirigen al Amazonas, pero cinco días en un barco de carga no parece un proyecto muy prometedor, así que decidimos dirigirnos a Rurrenabaque, donde operan todas las agencias de viajes que organizan excursiones a la selva. Desde allí ya decidiremos sobre si continuamos a Pto. Heart y Pto. Maldonado o no. Echamos cuenta y los días vuelan.

San Borja-Rurrenabaque

La temperatura sube de manera desacostumbrada y esta noche no hay ventilador. Todo está cerrado a cal y canto por miedo a los mosquitos. Viajamos a Rurrenabaque en una camioneta; todos apretujados en la caja como sardinas. El camino es muy monótono, es el tercer día de atravesar un paisaje siempre igual. El calor ha venido también a poner su puñadito de arena en el cansancio de hoy.

Hacemos recuento: desde La Paz hemos empleado seis días de viaje agotador, especialmente durante los dos últimos, terribles caminos de pistas polvorientas con varios ríos que atravesar; no existen puentes, la camioneta, el microbús de turno debe embarcarse entonces en grandes balsas de madera que son remolcadas por canoas con motores fueraborda. A veces ni siquiera eso y entonces el vehículo se ve obligado a vadear el río con el agua hasta el chasis. Apenas unos pocos kilómetros se convierten en viajes de un día. Y el polvo, nubes de polvo siempre. Cuando terminamos el último tramo y llegamos a Rurrenabaque, estábamos irreconocibles, creo que íbamos quince o dieciséis en la caja de una camioneta.






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