P.N. de Puyehué y volcán Lanín

Parque nacional de Puyehué

Días después estábamos en Entre Lagos bajo el volcán de Peyehué. Nos ha traído una tartana para veintidós viajeros en donde viajábamos no menos de tres mil. Victoria hizo el viaje sepultada entre cajas y sacos de harina.

P.N. de Puyehué. Todo el parque para nosotros solos. El tiempo está cubierto, caminamos durante cuatro horas por senderos encharcados, pequeños travesaños de madera salvan las zonas pantanosas. Llegamos a la laguna Bertín. Un bosque solitario y cubierto de niebla es siempre un lugar encantado. De vuelta vemos asomarse el volcán de Puyehué entre las nubes.

Cuando llegamos a la habitación las sanguijuelas han hecho presa en los bajos de nuestros pantalones y en las piernas. Nuestras ropas parecen trapos recién sacados del agua.

El placer de demorar la tarde sobre la cama, las piernas tirantes, tensas por el esfuerzo, el cuerpo tirado sobre la colcha, el libro en las manos; sestear, despertar, tomar mate, unos kiwis, algunas frutas más. Volteo las botas y la ropa húmeda sobre la calefacción a gas. El lento correr del tiempo en esta tarde chilena sobre una cama de metro y medio. Hoy no atiné a escribir a casa, leía un libro que descubro página a página, esas que de vez en cuando caen en las manos sin que uno haya hecho mucho por buscar, así, como una pequeña lotería que le cabe a uno en suerte. Leo a Skarmeta, me gusta, saboreo la mesura de las palabras, el gusto equilibrado de las cosas que no se desbocan, que se mantienen en un raro equilibrio. Sensación de suspensión de tiempo, pero sin referencias cercanas, una tarde como aquella otra de, etc. Es una tarde que vino así, de la gratuidad del momento, de dejar al cuerpo vagar por sí mismo o por aquello que está al alcance de la mano. Debí sestear no menos de una hora, desperté con el cuerpo flojo y deliciosamente sensual. Ahora ella completa la tarde, me quitó los calcetines de lana, con la lengua encontró unas cositas negras entre los dedos más chiquitos de los pies y en seguida la temperatura se fue elevando. La cama es como una plaza de toros dispuesta para la fiesta.

A la mañana siguiente abandonamos Chile en mitad del aguacero camino de Argentina. Este transito al otro lado de la cordillera para volver días después de nuevo hacia el Pacífico no tiene otra razón que la de vagar algunas horas por las cercanías de uno de los volcanes más bellos de la zona: el Lanín.


Volcán Lanín

Todo aquello que alguna vez había imaginado de un viaje por América se escucha aquí como en aquel sueño. Dormimos en San Martín de los Andes. La policía vino muy amable a darnos las buenas noches allá en la playa y nos deseó buen sueño. Desde Junín de los Andes subimos andando la carretera con la incertidumbre de lo que nos esperaría en los siguientes ciento cincuenta kilómetros. No hay medios públicos de transporte. Tierras de desolación, montañas, alguna comunidad mapuche, una estancia y dos puestos fronterizos. Quedar plantados en mitad del valle después de un trayecto en auto-stop, presentaba la misma situación que semanas atrás en Patagonia. Un paisaje agreste que se perdía allá entre las montañas y la niebla al límite de las nieves.

Hasta allí nos llevó en la caja, primero una furgoneta y después un hombre joven, ingeniero agrónomo, que trabajaba con las comunidades aborígenes de la zona. En un mojón de la carretera aparecía: kilómetro 20; supusimos que era lo que nos separaba del collado por donde pasaba la frontera argentina, justo bajo el volcán Lanín, casi cuatro mil metros irguiéndose desde los esplendorosos bosques de araucarias. Llegamos anochecido, en el puesto fronterizo se les había ido la luz (una casucha de madera), alumbramos al gendarme con la linterna sobre las teclas de una Olivetti de los años de María Castaña, mientras tomaba nota de nuestros datos.

Acampamos unos metros más allá. Hacía un frío del carajo, no había más comida que echarse a la boca que un panecillo, algo de puré y otro tanto de consomé; engullimos el panecillo y después a lametazos terminamos con las escamas de puré y los polvos de la sopa. A continuación chupamos de la pipa un mate frío. El gendarme, muy gentil, se acercó a darnos las buenas noches. De madrugada el frío arreció hasta dejar todo congelado; hubo que echarse encima toda la ropa que teníamos, el suelo estaba empapado como una esponja. Cada vez que cambiaba de postura era el capítulo de un sueño relacionado con el colegio: su contenido una comida de trabajo que no se acababa nunca porque no había cocineros voluntarios que quisieran pringarse con un montón de alitas de pollo que había que freír.

A las ocho suena el despertador, hay una débil claridad en el cielo, está estrellado. Cuando a las nueve abrimos la tienda, la cumbre del Lanín aparece como una alucinación entre las ramas de los árboles justo encima de nosotros. Todavía suave, malva, enorme, esbelta, contra el cielo apagado del final de la noche. Y poco a poco se va desbrozando la noche y se aclara la ladera apuntada del volcán, se va llenando magníficamente de luz, luz de alba, luz de gala, luz fría, luz cálida; poco a poco se incendia la montaña y la nieve y los glaciares se van pintando de naranja.

Miramos con absoluta indiferencia el autocar estacionado junto a la casucha de los aduaneros. Vamos a hacer todo el camino de descenso a pie; es un paisaje extraordinariamente magnífico que merece una larga caminata. En esta carretera durante el día previo y el posterior sólo atravesarían la zona este autocar y dos turismo. Nos abrigamos con todo lo disponible, guantes, gorros, cargamos los macutos y pasamos mirando a los pasajeros, calientes y atónitos, contemplándonos mientras atravesamos bajo la ventanilla del autocar. Tiramos por un camino de tierra negra rodeado de araucarias. Por encima se erguía una vez más, magnífico, el volcán. Nos esperaban otros veinte kilómetros más hasta el puesto fronterizo chileno, siempre un paisaje bello de alta montaña por delante.

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