San Pedro de Atacama

San Pedro de Atacama

Demasiadas cosas para reunir en unas pocas líneas: cantar el desierto, el Valle de la Luna, los Andes levantándose constelados de altos volcanes nevados, siempre más allá de los 5500 metros, el horizonte, las vicuñas sedosas y señoriales sobre el fondo de las montañas, las llamas, los géiseres, las fumarolas en un lejano valle donde amanecimos.

Aquella mañana había que ver los géiseres en acción y emprendimos el camino en un todoterreno a las tres de la mañana. A las siete llegamos a uno de los lugares más extraordinarios que guarda el mundo, cada metro cuadrado era una tentación para mi cámara. Es una experiencia profundamente hermosa esta de vivir la naturaleza “cuando la aurora de rosados dedos” se alza sobre el desierto y los volcanes; borrachera de enamorado, de pasmo, de incredulidad por lo que uno descubre bajo los pies. Arriba se alzaban grandes picachos coronados de nieve, pero con los pies hundidos en la arena de la desolación. Junto al agua hirviendo de los géiseres, formando un mundo fantástico de luces y sombras, se desplegaba un mundo vegetal de colores y formas extraordinarios. Fue una borrachera fotográfica.

A la tarde se hace difícil hablar de todo esto; las impresiones están demasiado cerca, hay un dulce cansancio en nosotros, el sol, la arena en la cara, el sueño (hoy apenas pudimos dormir, alguna perra en celo y toda su cohorte merodearon ladrando toda la noche por los alrededores de la tienda). Es excesivo andar colocando epítetos uno detrás de otro para relatar las experiencias de estos últimos días.

Nada de calor en el desierto, un frío del carajo. Esta madrugada a las siete de la mañana el termómetro marcaba quince grados bajo cero; estábamos a 4500 metros. Ayer se helaron las cañerías de las instalaciones del camping. Indumentaria para el desierto a la matina presto: dos jerseys, chubasquero, dos pares de calcetines, y guantes y gorro de lana: y aún así la nariz y los pies se te quedaban como témpanos

De nuestros compañeros de viaje más anécdotas: hemos vuelto a encontrarnos en las calle de pueblo con la pareja de Hong-Kong que vimos por primera vez en Patagonia hace un mes. Tratamos con un austriaco y con un israelita, y a última hora con una pareja del País Vasco. A Ricardo y Yolanda les "da pena" un viajero francés que "está en el camping ¡con el frío que hace por la noche!, y que bebe agua de la llave y se va andando cuatro horas para ver el salar a pesar de estar delgadísimo". Estos vascos parecían venir de otro planeta. El israelita viaja solo desde hace diez meses; aterrizó sin saber una palabra de castellano y ahora habla y se entiende con todo el mundo de una manera envidiable; cuando se me acabe el dinero, dice —Eres se llama—, me voy a California. Allí trabajará y ahorrará para comprarse una moto y seguir viajando por tiempo indefinido. Ayer encontramos una pareja de israelitas que hacen América en moto, hijo y padre, respectivamente, cada uno viaja en una máquina diferente. Muy bonito, decía Eres.


Arica

El autobús se dirige ahora a Arica. Amanezco con la sensación de bonanza de los días privilegiados de viaje. El desierto se extiende ilimitado a ambos lados de la carretera, una calina suave ocupa el paisaje, suena un fondo de música andina. El bienestar de esta mañana se asoma al final de una placentera noche de viaje acurrucado en un asiento de esos que llaman semicama.

Despertando mecido, perezoso, con el cuerpo como salido de una sesión de baños termales, navegando todavía entre el sueño y esa claridad opaca que empieza a vestir el día, uno se pregunta si consistirá en esto la felicidad (ese concepto tan anatemizado por los espíritus fuertes, tan burgués). Me siento reconciliado con el mundo, cuando amanece me siento como poseído de algunas de las claves de vida; la mirada vaga sobre las extensiones de arena acariciándola; la mañana, que no es especialmente hermosa, ofrece la posibilidad de quedarse sentado frente a ella a contemplarla distraídamente desde el fluir lento de los pensamientos y la bonanza corporal como si la hora fuera pura ganga, puro oasis, puro crepúsculo de campo apacible y laureado.

En Arica sigue un día de relajación y lectura frente a la catedral que diseñó Eiffel. He comenzado el Viaje del Beagle de Darwin; le comentaba a Victoria, con el libro en las manos, si no tiene la impresión a veces de que cada libro que uno coge es un mundo por el que uno comienzo un largo camino... Este por ejemplo de los viajeros del siglo pasado, de los naturalistas que recorrieron la tierra; recuerdo a Humboldt. Entrar en el viaje de Darwin es el principio de una emoción más, sobre todo después de haber recorrido parte de esas tierras por las él viajó.

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