Lihuel Calel y Bariloche



Amanecía cuando el autobús paró junto a un pequeño grupo de viviendas. El parque comenzaba tres o cuatro kilómetros en dirección a unas lomas próximas que a esa hora recogían la luz anaranjada de un sol pálido que desperezaba en el horizonte. En las anotaciones de aquella mañana no aparecen el parque, ni sus animales salvajes, ni sus serpientes de coral, ni sus jabalíes de enormes proporciones, el sólo animal visible era Cioran: “La única arma contra la mediocridad es el sufrimiento... 

Toda la angustia que sigue al sufrimiento mantiene al hombre en una tensión tal que ya no puede ser en lo sucesivo mediocre”. La luz de la linterna había alumbrado durante parte de la noche las páginas del libro que fue durante las primeras semanas del viaje el manantial de donde brotaban ideas visionarias, que acaso dormían en mi interior sin que hasta entonces hubiera sido consciente de ello; porque sucedía con frecuencia que leyendo a Cioran uno se encontrara sorprendido ante una afirmación que lo golpeaba con brusquedad, un pensamiento en definitiva que más que ajeno parecía surgir del fondo de sí mismo en el momento que se encontraba con su idea pareja en las páginas del libro. 

Algo que saliera del subconsciente ante el arrebato de las trompetas del filósofo. Arropado en el libro la oscura llanura de la Pampa fue pasando durante las horas de la noche; noche de excepción como tantas otras de largos viajes cuando el pasaje duerme y el ronroneo amigo del motor y el paisaje, atravesando la ventanilla, oscuro y misterioso, proyectaban en pensamientos y sensaciones de extraordinaria viveza. Momentos de ensueño, de aislamiento, de rara felicidad en que el alma pasaba a ser parte indiferenciada de un todo, con la noche, el aire, el ronquido silbante de un pasajero.

La Pampa era un inmenso llano donde no era difícil reflexionar sobre el sufrimiento, uno podía perderse en abstracciones sin fin desde los solitarios roquedales de Lihue Calel. Visitar un país nuevo y estudiar su historia mientras lo atravesaban, y con especial razón América Latina, era entrar en un mundo de infamias seculares. Por aquellos días leía Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, un impactante documento de la dramática historia de la tierra que atravesábamos. El día anterior, mientras esperábamo el autobús en un chiringuito, la televisión intentaba convencer a los argentinos no sólo de que no evadieran impuestos, sino que les instaba por demás a controlar la evasión. Y lo decía uno de los gobiernos más corruptos del mundo, con un presidente, el señor Menem, que sorprendía a sus compatriotas con anécdotas como esa afición suya de viajar por el mundo con su peluquero a cuestas, lo mismo que otros lo hacían con la mucama, y que, como señor absoluto de Argentina, se permite el lujo de fletar un avión a La Rioja, su región de nacimiento, con la función exclusiva de recoger allí su tarta de cumpleaños; todo ello, en un país endeudado hasta la médula de los huesos.

Al día siguiente, atravesando el parque hacia las colinas, nos cruzamos en el camino con un serpiente coral, una advertencia de que el sufrimiento podía estar a la vuelta de cualquier esquina. Un reptil hermoso de mordedura mortal que tomaba el sol en la curva del sendero y que advirtimos apenas cuando ya estábamos casi encima de él. Buena suerte han tenido, nos dijeron después, porque no hay antídoto para ese reptil en muchos kilómetros a la redonda. Otros animales que poblaban la zona y que vieron en la mañana fueron guanacos, jotes, halcones y un tipo de águila desconocido en Europa.

Fue agradable departir aquella tarde frente al fuego con Miguel y Adriana, los guardeses del parque, mientras Bárbara y Catalina, una, rubita y pesocosilla con pinta de ser un trasto, y otra, la hermana mayor, ya una buena estudiante a los seis años, hacían diabluras con un gato de pelaje ceniza. El mate pasaba de uno a otro mientras Miguel narraba la cacería de la semana anterior con un grupo de adinerados bonaerenses. En algún momento Adriana nos llama desde la proximidad de la ventana para presentarnoa al zorrito que pasea por las tardes en las cercanías de la casa a la búsqueda de comida. Un poco más allá, días atrás, una de las noches de luna, se paseaba también un puma. Hablan luego de los hermosos nombres y topónimos que han dejado los mapuches en el lugar: las chauchas, el huitru, el chancho (cada chancho a su chiquero: como decir cada mochuelo a su olivo). Suenan bonitas estas palabras al calor del fuego. Luego se interesan por los ñandúes que cazaban los mapuches con las boleadoras (unas bolas de piedra sujetas a una cuerda, que utilizaban también los gauchos) y que ya habían visto desde el autobús corretear por la Pampa al atardecer.

En Bariloche terminaba definitivamente el otoño, la primavera madrileña. El recuerdo más inmediato de aquellos días fue un rústico cuarto de baño revestido de madera, el cálido chorro de la ducha, la nieve cayendo despaciosa tras el ventanuco frente a la ducha.

Por fin, frente a unas tostadas y un té humeante, junto a la estufa de leña de la buhardilla barilochana, podía, descansado, echar la vista atrás. Habíamos viajado durante doce horas continuadas desde el Parque Nacional de Lihue Calel; distancias increíblemente dilatadas para las que era imposible encontrar autobuses que las atravesaran durante el día, con la consecuencia de sólo poder admirar el paisaje en las horas del amanecer y del crepúsculo. Autobuses cómodos como para vivir en ellos, en los que no falta nada y en donde uno se aposentaba como para pasar el resto de sus días soñando, durmiendo o leyendo, como fue mi caso una vez más durante una gran parte del recorrido. En aquella ocasión fue Borges, su relato Pierre Menard, autor del Quijote. La energía que gasta Borges para inducirnos a aceptar “su realidad” en parecidas condiciones de igualdad que eso otro que llamamos, tan seguros nosotros, curiosamente, también realidad, es bastante superior a aquella de que hace empleo, por ejemplo, García Márquez, que apenas se molesta en montar el escenario y simplemente nos hace observar que en aquel momento Melquiades atraviesa con su alfombra voladora por el hueco de la ventana. Sin embargo a ambos terminamos creyéndoles, quizás porque su realidad está más fundamentada que la nuestra, que sólo es cosa de mirar y palpar, mientras que la de ellos se tiene en pie por obra y gracia de un sofisticado mecanismo que aprovecha de la especial característica de nuestro cerebro para interesarse por un relato bien trabado. Pierre Menard escribe el Quijote, y la única diferencia entre él, Cervantes, y cualquiera otro que publique en volúmenes las etapas de su labor, es que él resuelve en todo caso perder su obra después de concluirla. La creación es una especie de sortilegio que empieza y termina como un fuego fatuo en los límites de nuestro cerebro. En cualquier caso Pierre Menard no puede imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:

Ah, bear in mind this garden was enchanted!


Nuestra sed de encantamiento es tal, que desearíamos recluirnos en ese jardín y no salir de él más que para atender a las pedestres cuestiones de la vida práctica. A fin de cuentas, el jardín encantado de nuestra imaginación, aun nutriéndose del mundo externo, tiene la enorme ventaja a su favor de ser nuestro en lo que atañe a su organización y expresión; una creación propia, que por el hecho de serlo alimenta y calma nuestra sed de ser.

Antes de llegar a Bariloche, el autobús había rodado sobre el paisaje desértico de la Patagonia, para entrar más tarde en el Valle Encantado, en cuyo fondo, el río, acompañado por las masas de los sauces dorados corría encajonado entre farallones de color miel. Llegamos definitivamente a Bariloche cuando caía el regalo de una nieve blanda y navideña, la primera nevada del año.

En el hotel buhardilla nos encontramos con Jim, un joven californiano que daba la vuelta al mundo en bicicleta; charlamos hasta caer muertos de sueño. Las cuatro de la mañana.

La nevada de la noche había dejado el regalo de un hermoso manto blanco en la ciudad y sus alrededores. Como no era cosa de arredrarse, nos abrigamos, metimos unas cuantas cosas en una pequeña mochila y nos fuimos camino de las montañas a dar una vuelta. Una vuelta que se convertiría en una marcha de seis horas a través de la nieve valle del Challhuaco arriba, hasta llegar al refugio de Neumeyer, un edificio de madera con dos de sus fachadas cubiertas por una enorme cristalera. Estábamos en el corazón del Parque Nacional de Nahuel Huapi, un paraíso sembrado de montañas nevadas y lagos de ensueño.

El final de la tarde transcurrió entre mate y mate al calor de la estufa donde se secaban humeantes las botas; al estudiante californiano se sumó un fotógrafo argentino; la tertulia se prolongo nuevamente hasta entrada la madrugada.

Al día siguiente aprovecharíamos un día de sol para pasear por el bosque de Llao Llao. Arrayanes, ñires, un ejemplar de amancay. La luz llegaba débilmente hasta los arrayanes, pero aún así ello no impediría hacer alguna excelente toma de ese rincón de ensueño.

De aquellos días recordaré esa curiosa necesidad de contar cada noche en largos correos a nuestros hijos las cosas tontas que pasaban a lo largo del día: ese brillo de la mañana sobre las laderas nevadas, las nubes que cabalgaban alargadas sobre el fondo quebrado del lago, la nieve sedosa y mórbida graciosamente asentada sobre las ramas y las rocas.

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