La Paz, Tianahuacu, los Yungas





Ocho de la mañana, un patio sevillano a donde se asoman todas las habitaciones del hotel; paredes color salmón tipo Thyssen y una luz matinal filtrándose cálida y prometedora por los altos vitrales del tercer piso, grandes ventanales asomándose a las laderas de La Paz; una curiosa ciudad en el fondo de un inmenso hoyo rodeado de montañas que deben de llegar más allá de los 6000 metros. Illimani, se llaman las más bellas.
Todavía respiramos mal, la ciudad está cerca de los 4000 metros y desde que hemos llegado tenemos alguna dificultad cuando hacemos esfuerzos o nos movemos cargados con los macutos.


La gente de color, aymará y quechuas, son gente extremadamente adusta, poco amigable. Me pilla de sorpresa esta extrema sequedad ¿propia de la raza? ¿propia de su situación social y económica? Estamos acostumbrados a la sonrisa, medimos a las gentes por el grado de simpatía que muestra. Pero ésta no es una antipatía tan zahiriente como la que pueda mostrar un alemán, por ejemplo; la del alemán, cuando se da, la vemos generalmente cargada de prepotencia, la de esta gente de color parece indiferencia, su negación está cargada de distancia activa. Veo familias enteras ventilando el almuerzo en los chiringuitos, la guagua duerme en un rincón junto a frituras entre montones de mercancías, las calles son a la noche un tremendo revoltijo de sacos y mercancías de todo tipo, los olores son fuertes y penetrantes, a veces vienen bufaradas de orín, fruta descompuesta, la calle es un pudridero; en la semioscuridad hay hombres y mujeres que esperan vender todavía parte de aquel montón variopinto que les rodea.
Me asalta la duda cuando tengo la cámara entre las manos. No, no puede uno acercarse a los puestos con la frívola curiosidad de un viajero que quiere hacer una fotografía. Siento que podría escribir desde la no frivolidad si fuera capaz de mirar a mi alrededor con adustez, adoptando un punto de vista más penetrante de la realidad, menos hueco (turista con cámara olfateando por los puestos del mercado). La fuerza de la penetración de las cosas está en relación directa al esfuerzo que hacemos para comprenderlas y empatizar con ellas; y no es una mirada superficial, ni un entretenimiento somero de juntapalabras lo que nos da fuerza para enfrentarnos seriamente a la tiesura de esta gente. El pulso que echa a mi frivolidad este bullicio de calle es poco convincente, mi status económico y social... parece disponerme en la fácil tendencia a considerar la calle como dispuesta a saciar mis curiosidades. Y la calle no tiene muchos motivos para ser complaciente.



Visita a Tianahuacu

Había fiesta en el pueblo: mercado, baile, gentío y muchos colores. Durante el tiempo que he estado en la plaza del pueblo mi ánimo ha pasado, de una animada curiosidad por los bailes, su significado, los trajes y por todo lo que veía y oía, a una sensación de hastío, rechazo y revulsión según la cantidad de alcohol ingerida por toda esta folclórica población ha ido deformando sus rostros hasta convertirlos en beodos y patéticos danzantes girando y girando en la plaza hasta quedar abatidos sobre el suelo. Las quenas y los tambores repetían un par de compases una y otra vez, los bailarines se movían como muñecos de un tiovivo durante horas. Del gentío se desprendía un olor acre a humanidad sudada, a cerveza rancia. La destemplanza de aquella gente y su música sonando interminablemente durante medio día en una danza circular siempre igual, la suciedad, terminó por alejarnos del lugar.
Mi actividad fotográfica fue tarea desagradable, hecha a escondidas; gente excesivamente desabrida con la que ni siquiera era posible negociar un precio para unas tomas corrientes. Como había fiesta aproveché la atención de la gente en la música para disparar sobre caras de ancianas y niños, pero los resultados fueron mediocres; buscaba a los niños pequeños sobresaliendo del fardo a la espalda de la madre, a las ancianas de tez aceitunada y cobriza, su expresión adusta. Me excitaba esta caza furtiva, esa cosa que debe de tener el cazador por dentro cuando se mimetiza con el ambiente para pasar desapercibido y así sorprender a la víctima sin que esta se aperciba.
En la ciudad antigua apreciamos con interés los antiguos sistemas de regadío (los sukakoyus), algo parecido a los sistemas de bancales que utilizábamos entonces en nuestro huerto familiar.




Es el tercer día de permanencia en La Paz. Nuestra respiración sigue siendo dificultosa, la altura nos afecta enseguida cuando caminamos deprisa o subimos una cuesta, es un jadeo continuo. El proyecto inmediato es un recorrido de varios días que pasa por uno de los collados del Illimani, a 4800 metros de altitud, y desciende después durante dos jornadas hasta las zonas bajas de los Yungas, desde la nieve y los hielos pasando por todas las diversidades de la vegetación hasta entrar en plena selva. En los Yungas se produce la mayor parte de la coca que exporta este país. Mientras tanto visita al hospital para vacunarnos, prevención que se une a las pastillas que tomamos contra la malaria desde hace dos semanas. No somos excesivamente meticulosos con estas cosas, pero la visión de muchas partes de la ciudad, que presumiblemente debería ser lo más sano del país, nos inducen a tomar la cosa con seriedad. En la ciudad hay rincones realmente inmundos. Estamos a gusto pero hemos encontrado una gente excesivamente distante, el comportamiento de los indios raya a veces en la grosería. Llevan su primitivismo marcado en el rostro y en su actos. El indio parece vivir encerrado en sí mismo, la india diría mejor, que son las que pueblan todas las calles de la ciudad con sus chiringuitos de venta de todo tipo de mercancías. Si pides permiso a una de estas indias para tomar una foto a ella o a su guagua ya puedes estar preparado a recibir un ladrido o algo peor. Son gentes extremadamente pobres por otra parte.






Los Yungas


Para nuestra proyectada salida fue necesario alquilar un taxi que, por pistas empinadas y en mal estado, a duras penas pudo alcanzar el principio del valle por el que debíamos ascender. Aquel día hicimos los mil doscientos metros de desnivel que nos separaban del punto más alto de nuestra excursión, un amplio collado en las estribaciones del Illimani donde pudimos pisar la nieve. En los dos días posteriores descenderíamos tres mil metros. Es espléndida la experiencia de bajar este desnivel, los cambios de la vegetación, sobre todo, son espectaculares; la senda, que en las alturas es muy parecido a una calzada romana en perfectas condiciones, se la va tragando la selva hasta convertirse en un estrecho sendero que cruza lomas y valles interminables y verdes... Y el calor según se pierde altura. Llegamos a nuestro destino cuando anochecía al final de la segunda jornada. Volvimos a ver espléndidos ejemplares de epifitas y cactus que antes ya habías visto en Antofagasta y Chiloé, epifitas y cactus de navidad. Dormimos en Chojda, un pueblo minero. No encontramos sitio para albergarnos (el único chamizo disponible lo habían ocupado un grupo de gringos), pero nos ofrecieron el suelo de madera de una casa; era suficiente para nuestro cansancio.
De camino a La Paz, los pasajeros eran en su mayoría mujeres con sus sombreros de chola, sus atados con las guaguas y esa manera de hablar llorosa, con la voz quebrada, como si todo fuera puro sufrir, en contraste con lo rudas y lo brutas que se ponen cuando responden a una petición o alguna pregunta.

































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