Hacia Atacama

Santiago de Chile


Nos dirigimos definitivamente al norte después de desistir de nuestra visita a Mendoza que se presenta como un viaje incierto debido a la cantidad de nieve que ha caído estos días. Desde casa llegan largas y alentadoras cartas.

Mientras tanto echamos una mirada al mundo en los cuadros de Nemesio Antúnez, de Carmen Silva y de Roberto Matta, entre otros. Alertan estos cuadros, igual que la lectura de Cioran, sobre la diversidad de la mirada dirigida al mundo; encerrado relativamente en los parámetros de mi persona miro al exterior y lo visto lo ubico (ese verbo tan utilizado en Argentina y Chile) en un espacio estrecho, con poco aire para volar; como pajarillo enjaulado miro la cosa tras los barrotes de alambre. Y sin embargo la vida parece pasar como un torrente majestuoso a veces, aunque impenetrable.

Hoy se asoman las curvas de un tango en la noche; la ruta hacia el norte de unos faros que se adentran en el espacio infinito e intemporal del desierto de Atacama, esa ruta 40, pista de ripio que baja acompañando la cordillera hasta perderse en el océano por el medio de una estepa cuya principal característica es la soledad y el destierro. Los cuadros de la mañana respiraban la densidad de la selva como una realidad subyacente bajo el espíritu de la ciudad, una selva punteada e infantil, una cordillera retorcida abocada al caos, impenetrable; y uno ve ese trozo de cordillera y la cordillera es como el fondo del mar, como las puertas del pensamiento donde debe de asentarse todavía todo aquello por donde cabe transitar pero que únicamente será atravesado y vivido en la medida ínfima y aproximativa en que se penetran las realidades, todas las realidades. De la selva veremos apenas ese angosto sendero que costela el itinerario hacia algún acantilado, la exuberancia de los colores se verán como un reflejo de la propia selva, las aguas terrosas y sucias que discurren junto a la senda se pierden unos pocos metros más allá; quedan el barroco abigarramiento y la intensidad perturbadora de los verdes formando farolillos, explotando como guedejas colgadas de las ramas, tapizando troncos y arbustos hasta dejarlos muertos, ahogados por la apretada ligadura de líquenes y musgos. Y es mucho, pero casi nada con la inmensidad que nace unos metros más allá. Exuberancia. Visitar los cuadros de esta mañana es como levantar acta de la existencia de esos metros más allá de la estrecha senda de la selva de Chiloé, también de ese paisaje humano que pasamos rozando cada vez que salimos a la calle para tropezarnos con la ciudad y con el enjambre del mundo a nuestro alrededor, miles de personas, cada una con su pequeña e impenetrable selva a cuestas.

Sentimiento de confraternidad, acercamiento al otro; el otro existe y existe oscuro y salvajemente vivo, apaciblemente muerto con un mensaje indescifrable dentro, que yo tengo que resolver como medida de mí mismo, como signo de estar vivo, yo viendo al otro que crece como la selva frente a mi paso de viajero. Todo esto se llamaba Nemesio Antúnez.

Después salimos a la luz de la calle y dimos con un local chiquito para comer, jugo de fruta, merluza, leche asada, café. En la librería de al lado encontré el viaje del Beagle, de Charles Darwin, por la costa chilena; no pude resistir la tentación de comprarlo; le agregué un tomo de Gabriela Mistral. Ojeé también algo de Pablo Neruda, que tendré que volver a releer, pero el Canto General estaba agotado; como no encontrar naranjas en Valencia...







Desierto de Atacama


Amanece bajo un cielo pesado y uniforme, sin sol; la emoción del desierto, unos guijarros en un talud de la carretera formando nombres que hacen que me acuerde de Guillermo y Mario en pasados veranos recorriendo las Dolomitas. La textura de la tierra y de las lomas rocosas barridas por la arena, recuerdan los alrededores de Las tres cimas de Lavaredo. Pasa el fondo de un valle punteado de promontorios; las nubes juegan a ratar el esplendor del sol sobre las dunas.

Pensaba en mis hijos mientras desfilaba un paisaje sin fin; y ello se suma como una punzada de gozo al sentimiento de lo infinito del desierto. Las cosas que pasan sin que nos apercibamos; la experiencia de las circunstancias en que vivimos en el momento en que se produce son ligeras, de una liviandad aparente, sólo se muestra valiosa cuando transcurren los años y tenemos a las personas lo suficientemente lejos como para verles en perspectiva. Llueve, llueve en Atacama; las lomas se enredan en la niebla; después es como el mar, más tarde una faja de luz ilumina por el norte las siluetas de nuevas montañas. Entonces sentimos con la fuerza de la distancia y con la intensidad de los sentimientos dormidos que se desperezan en la voluptuosidad de cualquier mañana. Y ahora el sol atraviesa las nubes y se hace la luz y el desierto se viste de desierto y mis pensamientos vuelven al recuerdo amable de mis hijos. Más tarde el desierto se hace de piedra, una superficie lunar de guijarros iluminados por el sol rasante. Una horrible copia de El Rey Arturo acompaña este despertar camino de Antofagasta.


Imágenes: 1. Nemesio Antúnez: Siete volcanes. 2. Carmen Silva: Carne trémula. 3. Grupo familiar bañando


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