En el río Beni


Tres días río arriba a tres o cuatro horas de motora, acampados en la orilla de un afluente del río Beni, el Tuichi. Ambos somos un puro coladero de picaduras de mosquitos.

La ruta hacia el norte que aparece en nuestro mapa resulta que no existe, son proyectos de pista. Sólo hay unos pocos pueblos en estos dos tercios de Bolivia que componen la selva y la mayoría sólo tienen comunicación por río o por avión. Desplazarse por río es muy bello, siempre barcos de carga, pero muy lento, uno pasa semanas enteras metidos en ellos. Y los ríos cuanto más caudalosos más monótonos, el paisaje desfilando tan lentamente durante tantas horas es una experiencia de la que hemos desistido de momento; quizás algún día cuando tengamos todo el tiempo del mundo para nosotros.

Los días pasados en la selva resultaron un auténtico descanso, si bien los mosquitos fueron en todo momento una incomodidad notable. Lo más notable fue que mi consorte (jeje) se tragó una abeja viva. Se la tragó enterita, la abejita estaba haciendo natación en un vaso de zumo de naranja y ella, zas, ni verla; y la abeja, que no, que no quería bajar para abajo y que hacía jerebeques en el esófago. Debió de dejarle el conducto como las colinas del Guadarrama, ¡que me ahogo, que me ahogo, decía! y nada el bocio creciendo como un Aconcagua por encima del pecho. Todo el mundo allí, pobrecita, a ver si poniéndose boca abajo la abeja sale mejor; nuestro guía, Mateo, agitándola, un holandés palmeándola en el trasero, la holandesa animando el cotarro y poniendo cara de compungida. Nada, ni por esas, bueno yo mientras tanto leyendo a Vargas Llosa, porque como ya la conozco... pensé que quizás quería ligar con el holandés y estaba preparando el terreno pa por la noche. Pero coño, que no, que era de verdad, que se ahogaba. ¡Joder, vaya aventura!, con lo interesante que estaba la novela, el Lituama en los Andes haciendo averiguaciones acerca de Sendero Luminoso, y ella que no me dejaba leer. Bueno, después de tanto susto, nada, a la mañana siguiente todo había pasado, la abeja debió de quedar fulminada por los jugos del estómago.

De la selva nada, no salió ninguna anaconda, huellas a montones, de jaguar, de tigre, de elefantes, había que abrirse paso y pegar pataditas a los cocodrilos para que te dejasen pasar; a las culebras las utilizamos de lianas; pero vamos, quitando eso casi nada, muchos papagayos y tucanes haciendo más ruido que la leche. En algún lugar hicimos un poco el indio con las lianas, esas cosas en las que se columpiaba la mona Chita, o Tarzán, no sé. Son las leche esas cosas, te agarras en un extremo, tomas carrerilla y cojonudo, eso empieza a volar visto y no visto; lo malo es que a veces empiezas a ver que los árboles se aproximan a toda velocidad hacia tus lindas narices y aquello no hay quien lo pare; no obstante no hubo trompazos de consecuencia.

Vamos, que después de dos días de semejantes aventuras, no nos merecíamos un viaje de regreso a La Paz así, puros bultos de carga metidos en cajones de madera. Nos dice un holandés, el mismo al que quería ligar cuando lo de la abaeja, que el viaje de regreso es mucho mejor que el de ida, porque al volver el coche va por la parte de dentro, la que da a la montaña, y es más difícil que se caiga. Describía verdaderas historias de horas para poder cruzarse dos coches en la misma ruta; como los dos coches no suelen caber, el de fuera siempre va de culo, con las ruedas de fuera al borde del patatús. En estos casos se aconseja a los pasajeros pasar al lado contrario para hacer contrapeso, por eso de la cosa de la gravedad y porque la carretera circula sobre bonitos vacíos de dos mil metros.

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