Entre el Paraná y Buenos Aires

Hacia el sur, camino de Buenos Aires, bajamos acompañando a la calmosa corriente del Paraná que, después de engrosar sus aguas con las del Iguazú, corre zigzagueante y solemne marcando la frontera entre Paraguay y Argentina. Tras la lectura de los cuentos de Horacio Quiroga el río había adquirido en mi mente cierto halo de mundo, esa clase de pensamientos adecuados para quienes la aventura y los peligros parecen constituir el caldo vital en que hacer transcurrir los años de la vida. Selvas, parajes infranqueables, hormigas devoradoras: el trabajo constante de sobrevivir. Los hombres fuertes, varoniles y hermosos enfrentados al constante reto de seguir existiendo. Uno debería tener muchas vidas, pensaba yo una tarde sentado en la orilla frente al agua espesa del Paraná; gastar cada vida en una hermosa y completa aventura, acabándola, exprimiendo en cada una de ellas lo mejor que uno tiene; porque es verdad que una única existencia no es suficiente para expresar nuestras capacidades, nuestro revuelo interno; no es suficiente para conocer el mundo y sus habitantes; todos los rincones que esconde el planeta, inviolados y remotos, sólo aptos para los valientes, gente aguerrida que hace del peligro un amigo fiel, una amante feroz y salvaje a la que hay que vigilar para que en un momento no nos devore en medio de la pasión.

Por encima de la corriente del Paraná se eleva aquella noche la luna en su cuarto menguante, decreciente sólo hasta que reflexionando cómo estaba en días anteriores sobre el cielo de casa, en Madrid, caemos en la cuenta de que hay algo que no funciona, algo extraño en esa luna sobre la noche americana, porque si en Madrid los últimos días la luna era un trocito de filo de uña creciente no era posible que repentinamente ésta estuviera acabando su ciclo luminoso sobre el cielo de nuestro planeta. Tardamos un buen rato en comprender que la posición de la luna y el sol; al cambiar el observador de hemisferio, se veían de manera diferente. El cielo había cambiado su aspecto, ahora era imposible encontrar en su lugar habitual las constelaciones más corrientes. A partir de ese momento el sol estaría siempre sobre el plano norte del hemisferio.

No, el mundo de Quiroga queda para la siguiente encarnación, en ésta la cosa no daba para más. Cuando no alejamos río abajo experimento esa sensación de quien encuentra las uvas demasiado verdes cuando lo que resulta es que el emparrado está excesivamente alto. Al sur de la provincia de Misiones nos detenemosen la reducción jesuita de Trinidad y desde allí saltamos a la cuenca del río Paraguay para encontrarnos con la ciudad de Yapeyú, cuna del general San Martín; pueblo escueto de casas de madera y piso de tierra pisada que se atravesaba en dos zancadas. La posada comparte sus funciones con las de carnicería y bar del lugar. La llegada de la pareja de españoles parece armar un pequeño revuelo entre los moradores de aquel diminuto establecimiento, huéspedes de los que sólo muy de tarde en tarde se dejan caer por allí y que levantan la curiosidad de Fermín, Herminia y del único hijo del matrimonio, Alcides. Él, un hombre de baja estura, pelo entrecano y el aspecto que da el largo confinamiento en el medio rural ejerce esa tarde el papel de un anfitrión solícito; ofrece cerveza, un refresco, un café; que están ustedes en su casa, vamos, dice. Después deja el pequeño porche en donde se han instalado dispuestos a conversar y va a atender la carnicería en la estancia continua. Herminia nos deja en manos de Alcides, un curioso y desinhibido mocetón de siete años que no para de hacer preguntas y que apenas se separará de nosotros durante el resto de la tarde.

Encarnación, la vendedora de chipas, una torta de almidón de mandioca, deja su cesta sobre la mesa del porche y se sienta dispuesta a pegar la hebra con los recién llegados. Le falta tiempo para largar la historia de su vida de una sola vez. Treinta años, vive sola y cría a cinco hijos. El marido, que sólo de tarde en tarde llegaba a casa para hacerle un hijo, terminó por desaparecer. Encarnación habla con una decidida templanza de ánimo, una de esas mujeres de las que aunque se hundieran el mundo sabrían sacar alimentos para sus hijos en mitad del desierto. Ahora se mantiene cocinando y vendiendo chipas, más unos pequeños ahorros, dice, que obtuvo trabajando como sirvienta en Buenos Aires. El hijo mayor es limpiabotas y contribuye con un par de pesos diarios a la economía familiar.

-¿Y no usáis preservativos? –le pregunta Victoria.

-Ja, mi hombre es muy macho para usar esas cosas –contesta ella con cierta indiferencia.

Herminia piensa de manera diferente, asegura que a las mujeres paraguayas lo que les sucede es que no quieren trabajar; pero Encarnación responde acaloradamente que eso no es así, y que, además, a ellas no les importa si tienen que ir a la chacra a trabajar de sol a sol. Frente al porche se detiene ahora un hombre moreno y larguirucho acompañado por tres indígenas, un predicador mormón que hace la competencia a la única parroquia católica del lugar. Saluda, se interesa por los huéspedes y cinco minutos después sigue su camino por la vereda de tierra que se aleja desde la carretera hacia el río.

En Buenos Aires no hay siquiera el espacio de una pausa que ponga en perspectiva la diferencia entre el mundo de los grandes ríos y la gran ciudad argentina; Buenos Aires se convierte aquel día en un restaurante vegetariano, en una estrecha calle peatonal, en una visita al teatro Colón y poco más. Habíamos llegado allí en un largo trayecto de doce horas de autobús y partíamos aquella misma tarde camino de Santa Rosa, en la Pampa, un viaje en autobús no más corto que el anterior.

Ese hasta entonces poner tierra por medio con la vida cotidiana que había sido el proyecto del viaje a América, parecía estar convirtiéndose también en norma de conducta dentro del propio viaje, en donde un paisaje sustituía a otro sin parar; porque no se trataba ya de huir de la continuidad reiterada de los actos en un lejano Madrid, sino que ahora, sin que hubiera una razón suficiente, sentía como un hormiguillo venirme esa misma necesidad de desplazarse sin interrupción, nunca estable en un lugar, sentir la presión de buscar un destino que sustituyera a la ciudad a la que recién se habían llegado. El por qué fuera Buenos Aires sólo un lugar de tránsito en aquellos días es fácil imaginarlo ávido como estaba de todo aquello que se escondía en mi imaginación bajo la evocación de las palabras Patagonia, Tierra del Fuego, Andes; lugares que desde muy joven estuvieron en mi mente de viajero esperando el momento de ponerse en camino.

Ese estado de gracia de los días que precedieron a la muerte de mi madre debería volver a encontrarlo en algún lugar, un espacio diferente a todos, donde fuera posible, en comunión con un paisaje vasto y hermoso, reconstruir pedazo a pedazo esos rastros de vivencia sustancial que la ciudad no podía proporcionar y que yo intuía sí podría encontrar en algún pequeño pueblo de los Andes. Todo menos volver a quedar perdido en el adormilado enmarañamiento de las obligaciones diarias. Volvía a meditar sobre el tiempo. Quizás lo nuevo, lo distinto tuviera que venir de largos ratos de ocio, tardes enteras sentado en la cama de un hotel escribiendo, hilvanando ideas; en el campo, bajo un árbol, en los largos recorridos de autobús. Hasta ahora apenas había sido posible ese ocio gratificante. Por el contrario no había magia ni misterio en los días, más bien todo era plano y sin brillo; todo muy diferente al recuerdo vivo de ese paisaje que tan exótico y nuevo se me había mostrado años atrás en un viaje solitario a la India. Ni siquiera esos enormes ríos, Paraná y Uruguay, que yo trasladaba a estepas o enormes selvas, estaban en condiciones de poner hoy en movimiento mi imaginación. Quizás llegue un día en que la capacidad de descubrir se desvanezca, reflexionaba mohíno.

Ahora esperaban algo de la Pampa, de la Patagonia, de la luz, del color, de las formas, de la inmensidad del paisaje, de la soledad; no sabía, nuevas impresiones, estímulos que les pusieran sobre otras pistas y otras realidades.

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