Las cataratas de Iguazú







Volábamos sobre la costa brasileña; yo miraba en lo hondo del desierto que atravesábamos y recordaba mientras tanto la tarde en que nos propusimos retirar las medicinas a mi madre. El color de las nubes, esa grisura del horizonte, similar a aquella tarde de invierno, me tenía triste y taciturno en este primer día de viaje. Nos dirigíamos a Uruguay. Las nubes por debajo eran hermosas poco después del amanecer, grandes pináculos y torreones flotando algodonosos y leves sobre el mar oscuro del fondo. Victoria se reponía bien de la operación. Las seis de la mañana. Mario, Lucía y Guille ya estarían en clase. Serían tres meses sin verlos... mucho tiempo; había llegado definitivamente la hora de la autonomía. Había muchas cosas nuevas ya en las vidas de todos ellos. La muerte de mi madre marcaría un hito importante para toda la familia. Dejaban atrás pequeños asuntos pendientes: el despiste de Mario, los exámenes de los tres en un par de semanas, los pequeños problemas cotidianos que podían surgir en casa. Iba a ser una buena oportunidad para que también ellos crecieran.


Las exhortaciones de Cioran incitaban aquel día a revisar el mundo de las melancolías y las emociones. Había muchos modos de pensar y vivir; de ahí la necesidad de bañarse en aguas primordiales de vez en cuando, recordar lo que es importante y lo que no lo es; el modo de vivir puede paralizar nuestras fuerzas vitales más preciadas, la vida cotidiana absorbe con su rutina y su visión estrecha todo lo que el instinto tiene de mediático. Languidecemos durante años al amparo de un empleo, de unos plazos que pagar, de un montón de insignificantes obligaciones que nos atan como a Gúlliver a la tierra y al paso de los días. Desapareció el mar allá abajo. Ahora era una tierra cubierta de bajas lomas verdes; de entre grandes extensiones de valles cubiertos por la niebla, apuntaban sobre el blanco luminoso pequeños archipiélagos de islotes oscuros y apuntados. ¡Cuánta tierra se podría recorrer con tal de que fuéramos capaces de cargar unas pocas cosas a la espalda! Pero la seguridad también nos hipoteca y nos ata, y nos hace cómodos... y un poco insignificantes. Nada como el camino para despabilarnos y quitarnos la modorra de encima. Lucha contra el cansancio y el frío... Reflexiones para una mañana de vuelo.



Hicimos escala en Montevideo, el tiempo suficiente para dar una vuelta y comer en un chiringuito: cacahuetes garrapiñados, chivitos y unos húngaros. Por la tarde aterrizamos en Asunción, una ciudad bulliciosa de calles abarrotadas atravesada con autobuses repletos que rodaban a una velocidad desorbitante en medio de un tráfico de locos. Aquella noche durmimos en un camping cercano a la ciudad. El lugar era un prado encantador situado en el recinto del Jardín Botánico. Estábamos solos, únicamente nos acompañaban gatos, vacas, hormigas y los mosquitos, muchos.



Ella se encontraba blandita, como solía decir yo cuando su ánimo bajo o su inseguridad aflojaban su voz hasta dejarla convertida en endeble hilo a punto de romperse; nos sucedía a ambos de tarde en tarde; el signo de inseguridad más ostentoso; cuando la confianza en uno merma tanto, se siente uno tan poquita cosa que más valdría echarse a dormir por ver si a la mañana siguiente amanecía más propiciatoria. Cuando atravesar el día es abrirse paso en una sustancia espesa porque los pies pesan sobremanera y uno se siente pequeño pequeño. Y yo me encuentro incómodo porque en ella me veo a mí mismo, un cuadro en el que la timidez aparece en su expresión menos favorable e incita a apartarse del mundo hasta el tiempo en que de la mano de la autoestima uno pueda volver a encontrarse de igual a igual con los otros, hasta que mirarse al espejo sea un ejercicio de saludable aceptación. Mientras tanto la calma de la tarde bajo los árboles era infinita, nada parecía poder romper aquella quietud. Me sentía ridículamente pequeño e insignificante con ese manojo de reflexiones bajo el brazo, como un colegial que repasara los elementales argumentos de una enciclopedia de primaria. Luego la tarde se fue llevando estas sensaciones, el bosque se fue llenando de mosquitos, y las hormigas, voraces, empezaron a corretear por mis piernas y a dar dentelladas a diestro y siniestro. El aire estaba lleno de cantos de pájaros desconocidos. La expresión de los rostros del personal que atendía el jardín botánico estaba llena de dulzura. Guaraníes. Decían señor y señora para dirigirse a ellos, eran de carácter muy humilde.



Una mañana salimos temprano camino de las cascadas de Iguazú. En lo alto del cielo el río, inmensos y devastador, se desplomaba sobre el vacío. El espíritu de los primeros exploradores estaba en aquella mañana de niebla suspensa entre el follaje junto al río, ligera y acogedora con el fragor cercano llegando bronco desde dentro de la selva. Se me ocurrió oscuramente que nosotros mismos machamos de un modo u otro tras las huellas de El Dorado, alguna verdad, que tras la muerte de la madre, fuera abriéndose paso en la niebla, en la inmensidad del espacio americano: grandes ríos, montañas, páramos, tierras heladas, volcanes que tuvieran la capacidad de convocarlas. Después de todo la vida continuaba y a la razón de ser de los hijos, tras su mayoría de edad, y a la del destino último de la madre, habrían de seguir otros descubrimientos y empeños. Una fina película de agua débilmente atravesada por el sol de la mañana aparecía como flotando en espesura de la selva. Los cantos de los pájaros eran cientos. Descendimos por un estrecho sendero que bajaba al río. El camino atravesaba por medio de un bosque cuyos troncos exhibían una preciosa gama de colores, vistosos líquenes que crecían mantenidos por la humedad y las altas temperaturas. La humedad velaba la óptica del objetivo de la cámara.






El bosque cargado de humedad me recordaba una mañana de viaje por Bengala cuando la niebla se levantaba en la jungla al final de una noche de tren por la llanura del Ganges. Las cataratas de Iguazú no tenían traducción en palabras, demasiada agua, una enorme e inmensa grandiosidad con que engrosar las sensaciones; como siempre un buen lugar para meditar.



Tras la vuelta al hotel nos recogemos en la habitación, un espacio pequeño donde es agradable terminar el día leyendo o escribiendo. Sería ideal una literatura que hiciese imposible el recuerdo, que no dejase actuar a la memoria, decía Guillermo en su último correo. Que después de leer un libro no pudieses recordar nada, no pudieses contar nada a quien te preguntase, porque no hubiese contenido en el libro, porque estuviese escrito de tal forma que sólo existieran las palabras, o que hubiese algo más que palabras pero ese algo no fuese archivable en la memoria. Esta literatura permitiría exclusivamente la lectura, no el comentario, sería Literatura, ya que todo estaría en la lectura; sería, usando términos de Benjamin, una teología de la lectura. Guille leía Malone muere, de Beckett en aquellos días.



Bueno, acaso vivir al margen de la memoria. Una idea interesante. Aunque sería lamentable no poder recordar, no relacionar las lecturas, perder la posibilidad de los múltiples encuentros, los cruces de camino que las páginas de libros proporcionan para llegar a otros espacios e ideas, prescindir de las reminiscencias con que ellas pueblan nuestro cerebro.







1 comentario:

Mario dijo...

La verdad que en nuestro continente tenemos una gran variedad de paisajes para disfrutar. De hecho en la Argentina tenemos todos los climas y paisajes para apreciar. Por eso a mi me encanta quedarme en nuestro país. En este momento estaba buscando Pasajes a Buenos Aires desde Bariloche y desde allí partir rumbo al norte del país