Chiloé

Chiloé. Ancud, un lugar encantador con tejuelas de madera pintada cubriendo las fachadas de las viviendas. Un pequeño museo local, artesanías diversas, muestras poéticas que hablan sobre las labores femeninas, sobre el hombre y la mujer; un fabricante de maquetas de barcos chilotas con el que pegamos la hebra. Los líquenes, adheridos a las fachadas y a los rincones húmedos dan una hermosa pátina al conjunto. El programa inmediato era viajar a Castro, visitar los palafitos de pescadores y después dirigirnos al P.N. de Chiloé; colinas hasta los mil metros y largos y extensos bosques que terminan sobre las dunas de la costa. Ha llovido en Chile a mares en las últimas semanas.

En el autobús que nos dejaba en las cercanías del parque nacional, apalabramos para unos días con un hombre un cuarto para dormir (en el suelo), la comida y un sitio junto a la estufa de la cocina. Al final de la tarde el autobús se para frente a un puente levadizo de madera que cruza el lago Cucao; un land-rover nos lleva en manera muy violenta por caminos endemoniados, cruza dos río con las rueda cubiertas por el agua y después, siempre de noche, conduce a gran velocidad zigzagueando entre las dunas. Al pie de otro puente esperan varios caballos que cargarán los bultos de dos familias. La casa está a tres minutos, nos dice Hugo el huilliche que nos ofreció el hospedaje. Los caballos salen disparados a toda leche por medio de un lodazal, sólo se oye el estruendo del mar. A los diez minutos hemos perdidos su rastro, todo está oscuro, deambulamos por un cuarto de hora largo, retrocedemos, volvemos a tomar el camino... pero nada, el estruendo del mar a nuestro alrededor y nada más.

De perlas, esa noche empezamos a saber lo que es andar con el barro hasta la rodilla. El cachondo de Hugo, Hugo Naín, había desaparecido con toda su recua, incluida nuestra nueva compañía de hacia un rato, Mateo, un neoyorquino de 21 años. Al cabo de media hora, después de habernos chupado todo el barro del camino, vimos una linterna por algún lado de ese espacio negro. Hugo venía a buscarnos en su caballo. Llegamos a su “casa”, una choza no más, el puro suelo, una estufa de leña y un montón de sacos de patatas con fajos de cocheyuyos —esta gente vive de recoger esta alga marina que se cría en la zona más salvaje de la rompiente costera— son bravos nadadores. Tanto Hugo como su esposa fueron excelentes contertulios durante toda aquella velada que prolongamos hasta muy entrada la madrugada.

Empleamos el día siguiente en recorrer una buena parte del P.N., una inmensa selva, bella como ningún conglomerado vegetal que hayamos vistos hasta ahora; era un lugar increíble, un estrecho sendero atravesaba, primero junto al mar, después por el medio de la selva, este inmenso paraíso. Tuvimos en ella una aventura de palos y pistolas con unos aborígenes semiasalvajados que viven en la zona. Hay una gente muy primitiva en esta selva maravillosa. Querían hacernos pagar una considerable cantidad de dinero por atravesar sus tierras por un sendero muchas veces imposible de seguir. No se les ocurrió más que sacar unos largos cuchillos de cocina (toda la familia presidida por una señora gorda de aspecto terriblemente salvaje), y a mí en correspondencia decirles que iba a tener que sacar la pistola. De película. Primero se espantaron y se largaron discretamente cuesta abajo hacia sus casas, pero volvieron a aparecer minutos más tarde; ahora más armados y en mayor número que la vez anterior. Al final hubimos de abogar por fumar la pipa de la paz para que que la sangre no llegara al río.

Era todo muy exótico, una enorme humedad flotaba en la selva. Por la noche ya estábamos de vuelta. Terminábamos de cenar acompañados por una amigable charla, cuando a las diez de la noche, de repente, —discutíamos en aquel momento de teología con el personal del lugar junto al fuego (son fanáticos evangelistas)—golpean desde fuera la puerta y aparece un nutrido grupo de gente salida de la nada de la oscuridad más completa. Entran y se ponen a estrechar la mano y a repartir sonoros besos a todo el mundo, ¡Hola hermano, hermana! ¿Qué tal hermano?, así durante un buen rato. Siempre un poco alucinante, como de otra galaxia. No cabían en aquella choza-cabaña. Se metieron en un cuartucho adyacente y se pusieron a emitir exclamaciones y a cantar exaltada y compulsivamente. Mateo y nosotros mirábamos con los ojos de plato. A partir de este instante nadie nos hizo puñetero caso, todos estaba en pleno éxtasis evangélico; tuvimos que abandonar la cabaña para dejársela a aquellos aparecidos. Pusimos las tiendas doscientos metros más abajo, allí no había sitio para tanta gente, y de sobrar alguien estaba claro quien sobraba. Una noche de lluvias ininterrumpidas y ruido salvaje y tremendo del Pacífico que recordaba el Cantábrico asalvajado de algún invierno lejano. Al día siguiente rehicimos el trayecto primero del land-rover caminando por una playa preciosa de dunas a las que la soledad imprimía un no sé qué de asalvajada belleza. Dunas, un mar embravecido sobre un fondo de nubes azules, verdes brillante escalando la ladera, arrecifes oscuros al fondo norte de la playa; subiendo del mar una banda de espuma y agua suspensa como la neblina matinal de los campos del norte de España.

De regreso a Chonchi volvimos a encontrarnos con los hermanos australianos con los que seguimos viéndonos cada ciertos días sin que nos no lo propongamos, desde miles de kilómetros atrás, esta vez acompañados por un catalán, que hacía tiempo para encontrarse con otros y escalar en la Cordillera Blanca del Perú. Habían localizado un coche que los traía a Castro —no hay autobuses hoy— y nos hicieron un hueco en la caja, único lugar disponible en aquel momento. It’s fany, les decía yo a los hermanos australianos que iban a cubierto; pero diez minutos después empezó a diluviar, y cinco más tarde el coche paró, había un norteamericano haciendo auto-stop; era nuestro amigo Mateo, el neoyorquino. Llovió a mares todo el camino; se hizo de noche, y el coche iba a toda hostia... muy emocionante. Llegamos como un trapo escurriendo agua hasta por los sobacos. Una hora después estábamos en una cabaña, esta ya en condiciones, con la calefacción a tope, en cueros, secando ropa, dinero, pasaporte, el equipaje entero.




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