Entre el Estrecho de Magallanes y Puerto Montt


Dos días después embarcamos rumbo a Puerto Montt. Los alrededores tienen el aspecto salvaje de una tierra jamás surcada. Pienso en los primeros navegantes. A cuatrocientos, quinientos años de distancia, la historia de aquellos hombres parece digna de seres de otro planeta. Transitar por los cientos de canales llenos de hielo con rudimentarios conocimientos geográficos, un laberinto sin referencia a meses de distancia de la civilización, me parece hoy una gesta imposible. Paisaje columbrado de glaciares, montañas solitarias rodeadas de aguas oscuras. Siempre el gris de la niebla y las nubes o el viento salvaje. Lo poco agradecidos que somos a los esfuerzos de los pioneros que nos precedieron, casi siempre para el hombre de hoy una abstracción, porque el esfuerzo y la valentía de aquellos que impulsaron la civilización un poco más allá no son más que nombres en el trasfondo de la historia; es necesario constatar in situ la dimensión de las obras que hicieron para acercarse siquiera a su grandiosa dimensión.

Una sensación que se acrecienta más y más frente al paso lento del paisaje, de la soledad, del frío. Emoción pura y simple. Me encuentro fuertemente excitado por las sensaciones que vienen de la navegación, un carguero con sólo siete pasajeros a bordos. Dormí bien, acunado por el runrún de los motores. Desperté al amanecer cuando la luz turbia de la mañana apenas entraba por el ventanillo de la cabina. Levantarse, pasear por cubierta, asomarse al laberinto de los canales entre las montañas, descubrir un rayo de sol naranja filtrándose hasta posarse sobre las laderas nevadas. Día de reflexión y lectura. Me admira nuestra capacidad para hablar de la cultura, de los avances técnicos, de los descubrimientos geográficos como hechos dados, como nacidos así, por arte de magia, sin que sepamos reconocer a cada paso que damos en este mundo el esfuerzo de los hombres que nos precedieron. Uno se siente tentado a guardar reverenciado silencio de agradecimiento por el hermoso mundo en que vivimos.

Y continúan las montañas, tierra inhabitada e inhóspita, gélida. Las cumbres están ocupadas por densas masas de niebla, en alguna ensenada grandes hilachas alargadas cruzan el ancho de la costa, descienden sobre el agua espesa y plomiza de la mañana.

Me siento como investido por la presencia de lo extraordinario, el invierno, el frío, lo excepcional del lugar, la soledad; pero también sucede lo contrario una especie de encogimiento que proviene de la admiración de la fortaleza de esos otros hombres, y entre ellos hoy recuerdo a Julio Villar, el autor de ¡Eh, petrel!, que dio la vuelta al mundo en un embarcación de siete metros de eslora hace algunos años... me siento sombra atónita de ellos. De quien sea el mundo realmente -quien lo vive, lo recorre palmo a palmo, lo suda-... no hay duda, de aquellos que lo viven con intensidad —aventureros, alpinistas, navegantes, gente intrépida—; no hay duda. Uno siente la medida de su insignificancia cuando echa mano de la historia de la Humanidad o recorre la trayectoria de la gente que se puso el mundo por montera.

Si miro el paisaje recordando a Magallanes o a Julio Villar, no dejo de aparecer como un turista simplón que mira distraídamente desde la cabina los paisajes agrestes que pasan más allá cargados de hielo y soledad; si leo, sucede algo parecido, uno queda maltrecho ante sus limitaciones. Me sucede hoy leyendo a Ciorán, al que le surgen como flores en primavera los pensamiento y los matices, en esta ocasión una avalancha imparable de sonidos posibles, necesarios al pensamiento, que arrastrara consigo a otros en su caída o en su desarrollo; la exuberancia del pensamiento y la palabra. Y sin embargo, qué fuerza en tantas ocasiones, como esto que leí ayer, por ejemplo: “Tiene que haber alguien que rompa los silencios de la naturaleza y los entierre dentro de sí mismo”. ¿A dónde vamos? Pregunta retórica destinada a perderse en la noche de los tiempos, pero que siempre produce vértigo pensar, quizás porque amamos el peligro que tensa nuestros nervios o porque añoramos lo mejor y más genuino que puede darnos nuestro organismo. Decir dónde es buscar más allá de nuestra propia existencia diaria, reafirmar otras vocaciones, husmear otra existencia al otro lado de lo que impone la rutina y la seguridad cotidiana. Enterrar dentro de uno mismo tanto silencio como sea posible; que fermenten los silencios dentro del pecho, que susurren su misterio.

A la mañana del segundo día atracamos en Puerto Edén, una pequeña población perdida en el laberinto de los canales. Este barco es su única conexión con el mundo. Es grato este espacio limitado del barco, un rincón del salón comedor desde donde se ven pasar los canales, las islas, las montañas, la intemporalidad, la cadencia de los horarios regidos por las comidas, el paseo periódico a la cubierta para descubrir un trazo de luz o una perspectiva nueva, algunas formas agradables y exóticas del paisaje.

Puerto Edén ¿un lugar para vivir? Esa necesidad de profundizar en la complejidad de la vida. Descubrimientos sucesivos, quizás la búsqueda de la armonía con la naturaleza y con uno mismo. Nuestra forma de vida nos induce a considerar ajenos y extraños otros modos de hacer y vivir, pero el hecho de viajar induce sin embargo a la duda, el contacto con otras experiencias es un antídoto para salvarnos de la creencia de la exclusiva bondad del mundo que vivimos a diario. Las necesidades: ¿entidades autónomas impuestas por la biología, la psicología, la vida social, la economía? Navegando por estas tierras la palabra necesidad suena a grillete de preso, no poder prescindir de bienes, de medios, de comodidades, un atado como aquel que retiene al perro guardián frente a la casa de los amos. Algo que obliga, mediatiza la libertad y ralentiza nuestra capacidad de vivir en y de acuerdo con nuestra naturaleza.

Viajar es un modo de meditar; algo que recolecta los silencios de la naturaleza y los encierra dentro de nosotros mismos. El mundo de los canales que atravesamos se cierra como una masa pesada sobre nuestra ruta tras Puerto Edén; aparecen pequeñas islas cubiertas de arbustos diseminadas a los costados del buque.

Acabamos de atravesar la Angostura Inglesa, un estrechísimo canal sembrado de islas boscosas y solitarias. Hemos entrado en la intemporalidad permanente, el barco apenas se mueve, no hay olas, los alrededores se cubrieron de niebla y frío y sólo se siente un débil ronroneo bajo los pies. Es estar como en el limbo. Por lo demás es muy agradable, se come bien, se está caliente, leemos, salimos de tanto en tanto a hacer fotos; hoy menos porque los vientos sobrepasan los 50 kms/h. A veces llueve con gran intensidad.

Día luminoso de nieblas brillantes cruzando en hilachones sobre los perfiles azulados y serrados de las montañas. Diseminación de islas, cormoranes, toninas saltando junto al barco, día de sol de invierno. Todo después de una tarde y una noche de agitación en la que era difícil no salir despedido de la litera, una perfecta montaña rusa durante las diez o doce horas que el barco demoró en atravesar el Golfo de Penas. Después todo volvió a ser una balsa de aceite de nuevo, la calma retornó al lugar.

Llegaríamos a Puerto Montt hacia el mediodía.

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