Las cataratas de Iguazú







Volábamos sobre la costa brasileña; yo miraba en lo hondo del desierto que atravesábamos y recordaba mientras tanto la tarde en que nos propusimos retirar las medicinas a mi madre. El color de las nubes, esa grisura del horizonte, similar a aquella tarde de invierno, me tenía triste y taciturno en este primer día de viaje. Nos dirigíamos a Uruguay. Las nubes por debajo eran hermosas poco después del amanecer, grandes pináculos y torreones flotando algodonosos y leves sobre el mar oscuro del fondo. Victoria se reponía bien de la operación. Las seis de la mañana. Mario, Lucía y Guille ya estarían en clase. Serían tres meses sin verlos... mucho tiempo; había llegado definitivamente la hora de la autonomía. Había muchas cosas nuevas ya en las vidas de todos ellos. La muerte de mi madre marcaría un hito importante para toda la familia. Dejaban atrás pequeños asuntos pendientes: el despiste de Mario, los exámenes de los tres en un par de semanas, los pequeños problemas cotidianos que podían surgir en casa. Iba a ser una buena oportunidad para que también ellos crecieran.


Las exhortaciones de Cioran incitaban aquel día a revisar el mundo de las melancolías y las emociones. Había muchos modos de pensar y vivir; de ahí la necesidad de bañarse en aguas primordiales de vez en cuando, recordar lo que es importante y lo que no lo es; el modo de vivir puede paralizar nuestras fuerzas vitales más preciadas, la vida cotidiana absorbe con su rutina y su visión estrecha todo lo que el instinto tiene de mediático. Languidecemos durante años al amparo de un empleo, de unos plazos que pagar, de un montón de insignificantes obligaciones que nos atan como a Gúlliver a la tierra y al paso de los días. Desapareció el mar allá abajo. Ahora era una tierra cubierta de bajas lomas verdes; de entre grandes extensiones de valles cubiertos por la niebla, apuntaban sobre el blanco luminoso pequeños archipiélagos de islotes oscuros y apuntados. ¡Cuánta tierra se podría recorrer con tal de que fuéramos capaces de cargar unas pocas cosas a la espalda! Pero la seguridad también nos hipoteca y nos ata, y nos hace cómodos... y un poco insignificantes. Nada como el camino para despabilarnos y quitarnos la modorra de encima. Lucha contra el cansancio y el frío... Reflexiones para una mañana de vuelo.



Hicimos escala en Montevideo, el tiempo suficiente para dar una vuelta y comer en un chiringuito: cacahuetes garrapiñados, chivitos y unos húngaros. Por la tarde aterrizamos en Asunción, una ciudad bulliciosa de calles abarrotadas atravesada con autobuses repletos que rodaban a una velocidad desorbitante en medio de un tráfico de locos. Aquella noche durmimos en un camping cercano a la ciudad. El lugar era un prado encantador situado en el recinto del Jardín Botánico. Estábamos solos, únicamente nos acompañaban gatos, vacas, hormigas y los mosquitos, muchos.



Ella se encontraba blandita, como solía decir yo cuando su ánimo bajo o su inseguridad aflojaban su voz hasta dejarla convertida en endeble hilo a punto de romperse; nos sucedía a ambos de tarde en tarde; el signo de inseguridad más ostentoso; cuando la confianza en uno merma tanto, se siente uno tan poquita cosa que más valdría echarse a dormir por ver si a la mañana siguiente amanecía más propiciatoria. Cuando atravesar el día es abrirse paso en una sustancia espesa porque los pies pesan sobremanera y uno se siente pequeño pequeño. Y yo me encuentro incómodo porque en ella me veo a mí mismo, un cuadro en el que la timidez aparece en su expresión menos favorable e incita a apartarse del mundo hasta el tiempo en que de la mano de la autoestima uno pueda volver a encontrarse de igual a igual con los otros, hasta que mirarse al espejo sea un ejercicio de saludable aceptación. Mientras tanto la calma de la tarde bajo los árboles era infinita, nada parecía poder romper aquella quietud. Me sentía ridículamente pequeño e insignificante con ese manojo de reflexiones bajo el brazo, como un colegial que repasara los elementales argumentos de una enciclopedia de primaria. Luego la tarde se fue llevando estas sensaciones, el bosque se fue llenando de mosquitos, y las hormigas, voraces, empezaron a corretear por mis piernas y a dar dentelladas a diestro y siniestro. El aire estaba lleno de cantos de pájaros desconocidos. La expresión de los rostros del personal que atendía el jardín botánico estaba llena de dulzura. Guaraníes. Decían señor y señora para dirigirse a ellos, eran de carácter muy humilde.



Una mañana salimos temprano camino de las cascadas de Iguazú. En lo alto del cielo el río, inmensos y devastador, se desplomaba sobre el vacío. El espíritu de los primeros exploradores estaba en aquella mañana de niebla suspensa entre el follaje junto al río, ligera y acogedora con el fragor cercano llegando bronco desde dentro de la selva. Se me ocurrió oscuramente que nosotros mismos machamos de un modo u otro tras las huellas de El Dorado, alguna verdad, que tras la muerte de la madre, fuera abriéndose paso en la niebla, en la inmensidad del espacio americano: grandes ríos, montañas, páramos, tierras heladas, volcanes que tuvieran la capacidad de convocarlas. Después de todo la vida continuaba y a la razón de ser de los hijos, tras su mayoría de edad, y a la del destino último de la madre, habrían de seguir otros descubrimientos y empeños. Una fina película de agua débilmente atravesada por el sol de la mañana aparecía como flotando en espesura de la selva. Los cantos de los pájaros eran cientos. Descendimos por un estrecho sendero que bajaba al río. El camino atravesaba por medio de un bosque cuyos troncos exhibían una preciosa gama de colores, vistosos líquenes que crecían mantenidos por la humedad y las altas temperaturas. La humedad velaba la óptica del objetivo de la cámara.






El bosque cargado de humedad me recordaba una mañana de viaje por Bengala cuando la niebla se levantaba en la jungla al final de una noche de tren por la llanura del Ganges. Las cataratas de Iguazú no tenían traducción en palabras, demasiada agua, una enorme e inmensa grandiosidad con que engrosar las sensaciones; como siempre un buen lugar para meditar.



Tras la vuelta al hotel nos recogemos en la habitación, un espacio pequeño donde es agradable terminar el día leyendo o escribiendo. Sería ideal una literatura que hiciese imposible el recuerdo, que no dejase actuar a la memoria, decía Guillermo en su último correo. Que después de leer un libro no pudieses recordar nada, no pudieses contar nada a quien te preguntase, porque no hubiese contenido en el libro, porque estuviese escrito de tal forma que sólo existieran las palabras, o que hubiese algo más que palabras pero ese algo no fuese archivable en la memoria. Esta literatura permitiría exclusivamente la lectura, no el comentario, sería Literatura, ya que todo estaría en la lectura; sería, usando términos de Benjamin, una teología de la lectura. Guille leía Malone muere, de Beckett en aquellos días.



Bueno, acaso vivir al margen de la memoria. Una idea interesante. Aunque sería lamentable no poder recordar, no relacionar las lecturas, perder la posibilidad de los múltiples encuentros, los cruces de camino que las páginas de libros proporcionan para llegar a otros espacios e ideas, prescindir de las reminiscencias con que ellas pueblan nuestro cerebro.







Entre el Paraná y Buenos Aires

Hacia el sur, camino de Buenos Aires, bajamos acompañando a la calmosa corriente del Paraná que, después de engrosar sus aguas con las del Iguazú, corre zigzagueante y solemne marcando la frontera entre Paraguay y Argentina. Tras la lectura de los cuentos de Horacio Quiroga el río había adquirido en mi mente cierto halo de mundo, esa clase de pensamientos adecuados para quienes la aventura y los peligros parecen constituir el caldo vital en que hacer transcurrir los años de la vida. Selvas, parajes infranqueables, hormigas devoradoras: el trabajo constante de sobrevivir. Los hombres fuertes, varoniles y hermosos enfrentados al constante reto de seguir existiendo. Uno debería tener muchas vidas, pensaba yo una tarde sentado en la orilla frente al agua espesa del Paraná; gastar cada vida en una hermosa y completa aventura, acabándola, exprimiendo en cada una de ellas lo mejor que uno tiene; porque es verdad que una única existencia no es suficiente para expresar nuestras capacidades, nuestro revuelo interno; no es suficiente para conocer el mundo y sus habitantes; todos los rincones que esconde el planeta, inviolados y remotos, sólo aptos para los valientes, gente aguerrida que hace del peligro un amigo fiel, una amante feroz y salvaje a la que hay que vigilar para que en un momento no nos devore en medio de la pasión.

Por encima de la corriente del Paraná se eleva aquella noche la luna en su cuarto menguante, decreciente sólo hasta que reflexionando cómo estaba en días anteriores sobre el cielo de casa, en Madrid, caemos en la cuenta de que hay algo que no funciona, algo extraño en esa luna sobre la noche americana, porque si en Madrid los últimos días la luna era un trocito de filo de uña creciente no era posible que repentinamente ésta estuviera acabando su ciclo luminoso sobre el cielo de nuestro planeta. Tardamos un buen rato en comprender que la posición de la luna y el sol; al cambiar el observador de hemisferio, se veían de manera diferente. El cielo había cambiado su aspecto, ahora era imposible encontrar en su lugar habitual las constelaciones más corrientes. A partir de ese momento el sol estaría siempre sobre el plano norte del hemisferio.

No, el mundo de Quiroga queda para la siguiente encarnación, en ésta la cosa no daba para más. Cuando no alejamos río abajo experimento esa sensación de quien encuentra las uvas demasiado verdes cuando lo que resulta es que el emparrado está excesivamente alto. Al sur de la provincia de Misiones nos detenemosen la reducción jesuita de Trinidad y desde allí saltamos a la cuenca del río Paraguay para encontrarnos con la ciudad de Yapeyú, cuna del general San Martín; pueblo escueto de casas de madera y piso de tierra pisada que se atravesaba en dos zancadas. La posada comparte sus funciones con las de carnicería y bar del lugar. La llegada de la pareja de españoles parece armar un pequeño revuelo entre los moradores de aquel diminuto establecimiento, huéspedes de los que sólo muy de tarde en tarde se dejan caer por allí y que levantan la curiosidad de Fermín, Herminia y del único hijo del matrimonio, Alcides. Él, un hombre de baja estura, pelo entrecano y el aspecto que da el largo confinamiento en el medio rural ejerce esa tarde el papel de un anfitrión solícito; ofrece cerveza, un refresco, un café; que están ustedes en su casa, vamos, dice. Después deja el pequeño porche en donde se han instalado dispuestos a conversar y va a atender la carnicería en la estancia continua. Herminia nos deja en manos de Alcides, un curioso y desinhibido mocetón de siete años que no para de hacer preguntas y que apenas se separará de nosotros durante el resto de la tarde.

Encarnación, la vendedora de chipas, una torta de almidón de mandioca, deja su cesta sobre la mesa del porche y se sienta dispuesta a pegar la hebra con los recién llegados. Le falta tiempo para largar la historia de su vida de una sola vez. Treinta años, vive sola y cría a cinco hijos. El marido, que sólo de tarde en tarde llegaba a casa para hacerle un hijo, terminó por desaparecer. Encarnación habla con una decidida templanza de ánimo, una de esas mujeres de las que aunque se hundieran el mundo sabrían sacar alimentos para sus hijos en mitad del desierto. Ahora se mantiene cocinando y vendiendo chipas, más unos pequeños ahorros, dice, que obtuvo trabajando como sirvienta en Buenos Aires. El hijo mayor es limpiabotas y contribuye con un par de pesos diarios a la economía familiar.

-¿Y no usáis preservativos? –le pregunta Victoria.

-Ja, mi hombre es muy macho para usar esas cosas –contesta ella con cierta indiferencia.

Herminia piensa de manera diferente, asegura que a las mujeres paraguayas lo que les sucede es que no quieren trabajar; pero Encarnación responde acaloradamente que eso no es así, y que, además, a ellas no les importa si tienen que ir a la chacra a trabajar de sol a sol. Frente al porche se detiene ahora un hombre moreno y larguirucho acompañado por tres indígenas, un predicador mormón que hace la competencia a la única parroquia católica del lugar. Saluda, se interesa por los huéspedes y cinco minutos después sigue su camino por la vereda de tierra que se aleja desde la carretera hacia el río.

En Buenos Aires no hay siquiera el espacio de una pausa que ponga en perspectiva la diferencia entre el mundo de los grandes ríos y la gran ciudad argentina; Buenos Aires se convierte aquel día en un restaurante vegetariano, en una estrecha calle peatonal, en una visita al teatro Colón y poco más. Habíamos llegado allí en un largo trayecto de doce horas de autobús y partíamos aquella misma tarde camino de Santa Rosa, en la Pampa, un viaje en autobús no más corto que el anterior.

Ese hasta entonces poner tierra por medio con la vida cotidiana que había sido el proyecto del viaje a América, parecía estar convirtiéndose también en norma de conducta dentro del propio viaje, en donde un paisaje sustituía a otro sin parar; porque no se trataba ya de huir de la continuidad reiterada de los actos en un lejano Madrid, sino que ahora, sin que hubiera una razón suficiente, sentía como un hormiguillo venirme esa misma necesidad de desplazarse sin interrupción, nunca estable en un lugar, sentir la presión de buscar un destino que sustituyera a la ciudad a la que recién se habían llegado. El por qué fuera Buenos Aires sólo un lugar de tránsito en aquellos días es fácil imaginarlo ávido como estaba de todo aquello que se escondía en mi imaginación bajo la evocación de las palabras Patagonia, Tierra del Fuego, Andes; lugares que desde muy joven estuvieron en mi mente de viajero esperando el momento de ponerse en camino.

Ese estado de gracia de los días que precedieron a la muerte de mi madre debería volver a encontrarlo en algún lugar, un espacio diferente a todos, donde fuera posible, en comunión con un paisaje vasto y hermoso, reconstruir pedazo a pedazo esos rastros de vivencia sustancial que la ciudad no podía proporcionar y que yo intuía sí podría encontrar en algún pequeño pueblo de los Andes. Todo menos volver a quedar perdido en el adormilado enmarañamiento de las obligaciones diarias. Volvía a meditar sobre el tiempo. Quizás lo nuevo, lo distinto tuviera que venir de largos ratos de ocio, tardes enteras sentado en la cama de un hotel escribiendo, hilvanando ideas; en el campo, bajo un árbol, en los largos recorridos de autobús. Hasta ahora apenas había sido posible ese ocio gratificante. Por el contrario no había magia ni misterio en los días, más bien todo era plano y sin brillo; todo muy diferente al recuerdo vivo de ese paisaje que tan exótico y nuevo se me había mostrado años atrás en un viaje solitario a la India. Ni siquiera esos enormes ríos, Paraná y Uruguay, que yo trasladaba a estepas o enormes selvas, estaban en condiciones de poner hoy en movimiento mi imaginación. Quizás llegue un día en que la capacidad de descubrir se desvanezca, reflexionaba mohíno.

Ahora esperaban algo de la Pampa, de la Patagonia, de la luz, del color, de las formas, de la inmensidad del paisaje, de la soledad; no sabía, nuevas impresiones, estímulos que les pusieran sobre otras pistas y otras realidades.

Santa Rosa de la Pampa



Camino de la Pampa. Estancias, secos pastizales, horizontes planos y enormes como en el mar. Un trayecto muy propicio para volver a las ensoñaciones sobre el tiempo y el futuro.En Santa Rosa de la Pampa el pequeño portátil que nos acompañaba dio los primeros frutos. Con la máquina a cuestas nos fuimos a un locutorio telefónico. Eran tiempos que recoger el correo electrónico apenas había comenzado a funcionar. Conectamos el pequeño enchufe, pusiemos en funcionamiento el programa, y... maravilla de las maravillas, una bandeja sobre la pantalla se fue llenando de cartas que venían de casa.

Mario; siempre una peculiar manera de escribir; le seducían las paradojas, una escritura espontánea y rocambolesca en la que no era fácil encontrar lo que quería decir, pero que sí indicaba un alto grado de apasionamiento y dispersión. Había sido siempre un estudiante muy irregular con propensión a dejar para última hora sus tareas. En su habitación todavía existe la pintura, quizás del periodo barroco, en la que un niño duerme apoyado en su brazo junto a sus deberes escolares en la mesa de trabajo. En los últimos tiempos su mente volatera picoteaba indiscriminadamente aquí y allá hasta el punto de no saber dónde se encontraba el norte. Aunque no estaba por la labor de hacerse muchos proyectos todavía, decía, algún hueco si encontraba para ellos; así que de momento había pensado en apuntarse a unas clases de guitarra, se iría a Europa, leería, pensaría, escribiría, haría fotos, aprendería inglés y ya de paso se daría una vuelta por Holanda a visitar a unos amigos. Ahora estudiaba filosofía, a Nietzsche y Schopenhauer, y, además, hacía un hueco para leer a Julián Marías y a Carmen Laforet. En su mundo podía caber todo, también, o muy especialmente, la contemplación del campo que rodeaba la casa familiar. Como ni Lucía ni Guille os lo dirá, decía, os lo cuento yo: aquí el campo está precioso, las cerezas crecen fuerte; hace mucho viento, parece como si el aire se hubiera llevado a los pájaros. Su afición por los bichos se había despertado en él desde que era muy pequeño. Terminaba su carta, en medio de otras cosas, diciendo que estaba enamorado.

El camino desde el deseo a la satisfacción de ese deseo; esa distancia, dice Freud, se llama cultura. La cultura sexual, es decir, la distancia que va del deseo a la satisfacción sexual, se llama —o podría llamarse—, diría yo, erotismo. El erotismo como sucedáneo, adelanto, paso previo, camino de la satisfacción sexual. En este caso la referencia de partida pertenecía a El inmoralista, lo que había llevado a Guillermo a recordar a Freud. Las clases de Ramos estimulaban en él su apetito libresco. A Guille se le echaba de menos en el correo por entonces.

Victoria terminó en Santa Rosa con La forja de un rebelde, de Barea. Un recorrido por la experiencia personal del autor en los tiempos de la guerra última. El miedo, la angustia, también física, que le llevan cerca de la locura son algo fácilmente imaginable en la vida española de los años 1936-39. Dice en algún momento: “La guerra ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a la gente de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias...” ”Seremos los más fuertes, mucho más fuertes que nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad”. No era la primera vez que yo me encontraba con esta idea conturbadora entre las manos, la posibilidad de que los pueblos eviten convertirse en momias corría, parece, peligrosamente de la mano de hechos llamados a exterminar a una parte importante de la población; el dolor, la muerte, los sufrimientos indecibles como estimuladores de nuestras capacidades, la guerra convertida en incentivo para resucitar la voluntad; el instinto de vida, adormecido tiempo atrás, propulsado, exacerbado ante la cercanía del instinto de muerte. Paradójicamente los amantes de la vida son los que más se exponen al riesgo de perderla. Esa era la filosofía de los escaladores de montañas, los exploradores, los pioneros de toda condición. Es más que probable que todos los conquistadores de este continente necesitaran la huera disculpa del oro, el poder y la gloria para dar satisfacción a otras necesidades más profundas que ellos mismos eran incapaces de concretar. Cuando no sabemos nombrar la propia efervescencia interior es fácil que ésta tome el aspecto de sentimientos comunes y vulgares que parecen bogar por encontrar su puesto en el prestigio social pero que sin embargo esconden un insaciable deseo de búsqueda de uno mismo a través de la confrontación con los peligros y las aventuras que la conquista ponía ante ellos. Si el que se mete en peligros sin cuento no sabe muy bien la razón de ello, ¿por qué habremos de creer a todos aquellos que manifiestan empeñar su vida a fin de hacerse con un peñasco de oro? Acaso ni siquiera ellos mismos llegarán a saber nunca la razón real que les empuja a tan descabelladas aventuras. Almas en manos del destino, pasiones empujando desde recónditos rincones, incontroladas, tan ciegas y locas como las fuerzas del amor. La guerra había puesto de nuevo a la población frente a las pasiones elementales, frente a la necesidad, el individuo había tenido que emplear para vivir esa parte adormecida de su inteligencia y de su creatividad que vivía arropada por el espíritu gregario que la vida social va suministrando poco a poco en reducidas dosis a modo de veneno de efecto retardado.

Santa Rosa era una ciudad pequeña y tranquila de casas bajas y calles anchas y bien cuidada. En una esquina nos topamos con dos policías que hacían la ronda callejera con aspecto aburrido. Nos paran, nos piden los pasaportes y comienzan a tomar acta del encuentro: datos personales, aspecto, peso, descripción pormenorizada de la ropa que llevábamos en aquel momento. Uno de ellos dictaba al otro, que con letra de colegial iba anotando en un cuaderno de rayas los pormenores arriba indicados. Se disculparon diciendo que cumplían con las ordenanzas. Después se despidieron amablemente.

Antes de partir de nuevo en dirección al parque nacional de Liuell Calel, escribimos a casa. Yo aludía humorísticamente a lo mucho que la distancia estaba contribuyendo a que las incompatibilidades con Mario relajaran mi ánimo. ¿Qué tal te va la vida sin mí?, le decía. Y con mayúsculas, añadía: estudia pequeño cabronazo... estudia y déjate de gaitas.

Victoria estaba contenta y romántica aquella tarde, acababábamos de terminarnos una botella de vino a la luz de la luna al revés y le salió una carta llena de bromas y de buenos deseos, especialmente para Mario, el viviente del mundo no encontrado, al que pese a los capirotazos que venía recibiendo de su padre, le había salido una despedida en su último correo tras los besos de rigor, diciendo que estaba orgullosos de tener unos padres así, orgullosos también por la forma en que les habían educado.

Lihuel Calel y Bariloche



Amanecía cuando el autobús paró junto a un pequeño grupo de viviendas. El parque comenzaba tres o cuatro kilómetros en dirección a unas lomas próximas que a esa hora recogían la luz anaranjada de un sol pálido que desperezaba en el horizonte. En las anotaciones de aquella mañana no aparecen el parque, ni sus animales salvajes, ni sus serpientes de coral, ni sus jabalíes de enormes proporciones, el sólo animal visible era Cioran: “La única arma contra la mediocridad es el sufrimiento... 

Toda la angustia que sigue al sufrimiento mantiene al hombre en una tensión tal que ya no puede ser en lo sucesivo mediocre”. La luz de la linterna había alumbrado durante parte de la noche las páginas del libro que fue durante las primeras semanas del viaje el manantial de donde brotaban ideas visionarias, que acaso dormían en mi interior sin que hasta entonces hubiera sido consciente de ello; porque sucedía con frecuencia que leyendo a Cioran uno se encontrara sorprendido ante una afirmación que lo golpeaba con brusquedad, un pensamiento en definitiva que más que ajeno parecía surgir del fondo de sí mismo en el momento que se encontraba con su idea pareja en las páginas del libro. 

Algo que saliera del subconsciente ante el arrebato de las trompetas del filósofo. Arropado en el libro la oscura llanura de la Pampa fue pasando durante las horas de la noche; noche de excepción como tantas otras de largos viajes cuando el pasaje duerme y el ronroneo amigo del motor y el paisaje, atravesando la ventanilla, oscuro y misterioso, proyectaban en pensamientos y sensaciones de extraordinaria viveza. Momentos de ensueño, de aislamiento, de rara felicidad en que el alma pasaba a ser parte indiferenciada de un todo, con la noche, el aire, el ronquido silbante de un pasajero.

La Pampa era un inmenso llano donde no era difícil reflexionar sobre el sufrimiento, uno podía perderse en abstracciones sin fin desde los solitarios roquedales de Lihue Calel. Visitar un país nuevo y estudiar su historia mientras lo atravesaban, y con especial razón América Latina, era entrar en un mundo de infamias seculares. Por aquellos días leía Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, un impactante documento de la dramática historia de la tierra que atravesábamos. El día anterior, mientras esperábamo el autobús en un chiringuito, la televisión intentaba convencer a los argentinos no sólo de que no evadieran impuestos, sino que les instaba por demás a controlar la evasión. Y lo decía uno de los gobiernos más corruptos del mundo, con un presidente, el señor Menem, que sorprendía a sus compatriotas con anécdotas como esa afición suya de viajar por el mundo con su peluquero a cuestas, lo mismo que otros lo hacían con la mucama, y que, como señor absoluto de Argentina, se permite el lujo de fletar un avión a La Rioja, su región de nacimiento, con la función exclusiva de recoger allí su tarta de cumpleaños; todo ello, en un país endeudado hasta la médula de los huesos.

Al día siguiente, atravesando el parque hacia las colinas, nos cruzamos en el camino con un serpiente coral, una advertencia de que el sufrimiento podía estar a la vuelta de cualquier esquina. Un reptil hermoso de mordedura mortal que tomaba el sol en la curva del sendero y que advirtimos apenas cuando ya estábamos casi encima de él. Buena suerte han tenido, nos dijeron después, porque no hay antídoto para ese reptil en muchos kilómetros a la redonda. Otros animales que poblaban la zona y que vieron en la mañana fueron guanacos, jotes, halcones y un tipo de águila desconocido en Europa.

Fue agradable departir aquella tarde frente al fuego con Miguel y Adriana, los guardeses del parque, mientras Bárbara y Catalina, una, rubita y pesocosilla con pinta de ser un trasto, y otra, la hermana mayor, ya una buena estudiante a los seis años, hacían diabluras con un gato de pelaje ceniza. El mate pasaba de uno a otro mientras Miguel narraba la cacería de la semana anterior con un grupo de adinerados bonaerenses. En algún momento Adriana nos llama desde la proximidad de la ventana para presentarnoa al zorrito que pasea por las tardes en las cercanías de la casa a la búsqueda de comida. Un poco más allá, días atrás, una de las noches de luna, se paseaba también un puma. Hablan luego de los hermosos nombres y topónimos que han dejado los mapuches en el lugar: las chauchas, el huitru, el chancho (cada chancho a su chiquero: como decir cada mochuelo a su olivo). Suenan bonitas estas palabras al calor del fuego. Luego se interesan por los ñandúes que cazaban los mapuches con las boleadoras (unas bolas de piedra sujetas a una cuerda, que utilizaban también los gauchos) y que ya habían visto desde el autobús corretear por la Pampa al atardecer.

En Bariloche terminaba definitivamente el otoño, la primavera madrileña. El recuerdo más inmediato de aquellos días fue un rústico cuarto de baño revestido de madera, el cálido chorro de la ducha, la nieve cayendo despaciosa tras el ventanuco frente a la ducha.

Por fin, frente a unas tostadas y un té humeante, junto a la estufa de leña de la buhardilla barilochana, podía, descansado, echar la vista atrás. Habíamos viajado durante doce horas continuadas desde el Parque Nacional de Lihue Calel; distancias increíblemente dilatadas para las que era imposible encontrar autobuses que las atravesaran durante el día, con la consecuencia de sólo poder admirar el paisaje en las horas del amanecer y del crepúsculo. Autobuses cómodos como para vivir en ellos, en los que no falta nada y en donde uno se aposentaba como para pasar el resto de sus días soñando, durmiendo o leyendo, como fue mi caso una vez más durante una gran parte del recorrido. En aquella ocasión fue Borges, su relato Pierre Menard, autor del Quijote. La energía que gasta Borges para inducirnos a aceptar “su realidad” en parecidas condiciones de igualdad que eso otro que llamamos, tan seguros nosotros, curiosamente, también realidad, es bastante superior a aquella de que hace empleo, por ejemplo, García Márquez, que apenas se molesta en montar el escenario y simplemente nos hace observar que en aquel momento Melquiades atraviesa con su alfombra voladora por el hueco de la ventana. Sin embargo a ambos terminamos creyéndoles, quizás porque su realidad está más fundamentada que la nuestra, que sólo es cosa de mirar y palpar, mientras que la de ellos se tiene en pie por obra y gracia de un sofisticado mecanismo que aprovecha de la especial característica de nuestro cerebro para interesarse por un relato bien trabado. Pierre Menard escribe el Quijote, y la única diferencia entre él, Cervantes, y cualquiera otro que publique en volúmenes las etapas de su labor, es que él resuelve en todo caso perder su obra después de concluirla. La creación es una especie de sortilegio que empieza y termina como un fuego fatuo en los límites de nuestro cerebro. En cualquier caso Pierre Menard no puede imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:

Ah, bear in mind this garden was enchanted!


Nuestra sed de encantamiento es tal, que desearíamos recluirnos en ese jardín y no salir de él más que para atender a las pedestres cuestiones de la vida práctica. A fin de cuentas, el jardín encantado de nuestra imaginación, aun nutriéndose del mundo externo, tiene la enorme ventaja a su favor de ser nuestro en lo que atañe a su organización y expresión; una creación propia, que por el hecho de serlo alimenta y calma nuestra sed de ser.

Antes de llegar a Bariloche, el autobús había rodado sobre el paisaje desértico de la Patagonia, para entrar más tarde en el Valle Encantado, en cuyo fondo, el río, acompañado por las masas de los sauces dorados corría encajonado entre farallones de color miel. Llegamos definitivamente a Bariloche cuando caía el regalo de una nieve blanda y navideña, la primera nevada del año.

En el hotel buhardilla nos encontramos con Jim, un joven californiano que daba la vuelta al mundo en bicicleta; charlamos hasta caer muertos de sueño. Las cuatro de la mañana.

La nevada de la noche había dejado el regalo de un hermoso manto blanco en la ciudad y sus alrededores. Como no era cosa de arredrarse, nos abrigamos, metimos unas cuantas cosas en una pequeña mochila y nos fuimos camino de las montañas a dar una vuelta. Una vuelta que se convertiría en una marcha de seis horas a través de la nieve valle del Challhuaco arriba, hasta llegar al refugio de Neumeyer, un edificio de madera con dos de sus fachadas cubiertas por una enorme cristalera. Estábamos en el corazón del Parque Nacional de Nahuel Huapi, un paraíso sembrado de montañas nevadas y lagos de ensueño.

El final de la tarde transcurrió entre mate y mate al calor de la estufa donde se secaban humeantes las botas; al estudiante californiano se sumó un fotógrafo argentino; la tertulia se prolongo nuevamente hasta entrada la madrugada.

Al día siguiente aprovecharíamos un día de sol para pasear por el bosque de Llao Llao. Arrayanes, ñires, un ejemplar de amancay. La luz llegaba débilmente hasta los arrayanes, pero aún así ello no impediría hacer alguna excelente toma de ese rincón de ensueño.

De aquellos días recordaré esa curiosa necesidad de contar cada noche en largos correos a nuestros hijos las cosas tontas que pasaban a lo largo del día: ese brillo de la mañana sobre las laderas nevadas, las nubes que cabalgaban alargadas sobre el fondo quebrado del lago, la nieve sedosa y mórbida graciosamente asentada sobre las ramas y las rocas.

Fitz Roy y el glaciar Perito Moreno



Atrás quedaba el paisaje espléndido de Bariloche y sus alrededores, el bosque encantado de la isla de Llao Llao, bosque de nothofagus con ejemplares de nombres tan bellos como el bosque mismo: pagaguas, chilcos, pañiles. cohines, lengas, un magnífico rincón de arrayanes. Ahora volábamos en un avión militar rumbo a Comodoro Rivadavia; la sombra del avión sube y baja por las áridas lomas de las estribaciones de los Andes, un rato después desaparece totalmente la vegetación, la tierra se hace desierto de lomas erosionadas, cauces secos, quebradas donde de tanto en tanto aparece el tejado de una casa aislada. Por la tarde otro vuelo nos deja en Río Gallego.

El espacio, enorme y reiterativo, parece alargar el tiempo convirtiendo las inmensas distancias de este país en un universo cerrado sobre sí mismo, ajeno a la otra realidad, que era hasta entonces un mundo poblado de ciudades y accidentes geográficos. Los cerros, ocres y secos, sucediéndose unos a otros llenan el espacio de la jornada. Es una sensación que nace de sobrevolar los Andes en un avión ligero, atravesar la Patagonia de oeste a este, empalmar inmediatamente por la mañana esperando el alba en la terminal de autobuses para volver de madrugada a la carretera.

Ahora es un mediodia espléndido de sol rasante sobre las pocas matas de un paisaje desértico. Es como si de ayer a hoy hubieran transcurrido semanas. El autobús se dirige a El Calafate, junto al lago Argentino. Por la ventanilla, envueltos en la luz cálidad de una mañana de invierno, vemos pasar grupos de ñandúes; las rapaces posan en las empalizadas de las vallas, la vista se pierde en un mar de tierra plana de color tabaco claro. La sensación física de estar lejos de casa es cada vez más patente, ese continuo alejarse... Esa mañana encuentro  que el tiempo ha empezado a transcurrir demasiado deprisa, como si ese viaje que acabamos de comenzar fuera a finalizar excesivamente pronto, como si nosfuera a dejar a la vuelta de unos días en ese mundo del que despegamos hace un par de semanas. Pisar caminos, atravesar bosques, mirar desde el aire pasar despacio la tierra bajo los pies, leer, escribir, hablar con la gente del país, hacer fotos, transitar por las estaciones del año como si el año fuera un espacio y no un tiempo. En expectativa un sueño de juventud: caminar por los alrededores del Fitz Roy y Cerro Torre o tomar un barco en una fría mañana de invierno que nos llevará en unos días del invierno del sur a la primavera del norte.

Leía desde hacía un buen rato y en un alto he levantado la vista del libro y me ha encontrado con la aparición de los Andes, grandes y afilados picachos cubiertos de nieve; al fondo de una inmensa llanura dorada ya levemente por el sol de final de tarde se levantaba los farallones del Fitz Roy. ¿Por qué nos gusta una determinada música?, se preguntaba Guille días atrás en un correo. Seguramente porque nos emociona, se contestaba a sí mismo. Guillermo había escrito en su último correo sobre la relación arte-música, cine-música, trataba de encontrar el porqué debe valorarse el arte contemporáneo, buscaba defender la desvinculación entre éste y el texto. Ese proceso que se da en el arte contemporáneo en el que el contenido y la forma se separan, hasta dejar de existir el primero, quedando exclusivamente la forma como expresión genuina del hecho creativo. Y resalta la importancia del particular modo de ver de cada uno; tal vez no es la forma de hacer las películas lo que importa sino la forma como las vemos, disociadas del texto, del contenido, y valoradas según la emoción que transmiten. La forma, desnuda y simple, se convierte, según él, en el motor del arte y en la fuente esencial de la emoción.

El perfil de aquella montaña que poco a poco se aproximaba en el ocre herrumbroso de la tarde, pertenecía también al orbe de lo que provoca emoción, sus formas bellamente procaces retando el valor de los escaladores, y guardadora de mundos inhóspitos, coronando la cordillera de los Andes con un brochazo de espléndido atrevimiento, pertenecía al mundo de un arte profundamente perturbador. La forma desnuda era desde luego, por más que no hubiera sido fabricada por las manos de un artista, motivo de la emoción de aquella tarde; pero esa emoción se ahondaba con el contenido, su historia, el tránsito de las expediciones que habían escalado sus lisas paredes. La relación entre el arte y la naturaleza sería un tema que volvería una y otra vez a ocupar sus pensamientos a lo largo de todo el viaje.

Lago Argentino, una inmensa superficie marina sobre la que flotan los glaciares y las montañas nevadas; sutiles gamas de azules subiendo desde el agua hasta las cumbre. Bandadas de flamencos y cisnes sobrevuelan la orilla. El lago y las montañas, la cadena de los Andes cruzando el horizonte, crecen al final de una estepa interminable. El contraste es extraordinario, un desierto al final del cual se yergue un mundo de hielo y afiladas montañas. Una línea de dunas dejaban caer sus rubios rizos sobre la orilla. Los días eran cortos y luminosos.

Hoy pasamos todo el día con un profe de Arizona, Al se llama; vendió su casa y dejó el trabajo para viajar durante un año por América. Habitamos una especie de chalecito adosado, la calefacción es excelente. Era muy agradable caminar durante todo el día para terminar a la tarde leyendo o trabajando en un lugar tan acogedor.

Los medios públicos de transporte ya no llegan a esta parte del mundo, al día siguiente iríamos en taxi con Al a la zona del Fitz Roy, doscientos cincuenta kilómetros al norte. Saldríamoa a las cinco de la mañana y regresaríamos cerrada ya la noche.

No ha amanecido aún cuando comenzamos a trepar por un bosque desnudo y fantasmal. Aprovechamos hasta el final de la tarde para para recorrer uno de los parajes más espectáculares y bellos del mundo. Esa cadena montañosa hermosa, erguida, de un granito rosado rodeada de glaciares y nieves perpetuas, elevándose sobre la estepa desértica era algo de una grandiosidad poco común. El día estaba nublado cuando comenzamos a andar y así continuó más o menos durante toda la jornada; sin embargo la luz era de una calidad extraordinaria, todo estaba helado, arroyos, lagos, pantanales, duro como la piedra. Los bosques, los arbustos, unas plantas ralas de colores alegres que tapizaban gran parte del llano, el fondo de nubes, los verdes azulados de un glaciar se comen la provisión de diapositivas. Al final del día levantaron las nubes, se abrieron cuando subíamos por un inmenso valle en U. Y apareció la mole del Cerro Torre, los glaciares, todos los grandes acólitos del Fitz Roy. 

A la vuelta, después de cuatro horas de coche por caminos de tierra comienza a nevar, la carretera se hace peligrosa; caía una helada de mil demonios.

Dos días después nos desplazamos  hasta el glaciar Perito Moreno; la cola del glaciar se desploma continua y aparatosamente sobre el agua verdosa del lago. Masas de hielo de más de setenta metros de altura cayendo como una ciudad de enormes rascacielos que se desmoronase, es un espectáculo salvaje y grandioso. 

A continuación el tiempo empeora, el frío se hace más intenso. 

Ushuaia, un museo

En Ushuaia hace un frío que pela, los desplazamientos se hacen difíciles en las carreteras peligrosamente heladas. Las horas de luz quedan reducidas a su mínima expresión. No fue fácil encontrar un taxista que nos llevara al cercano parque nacional.

El arte como usufructuario de la Naturaleza, o bien, la Naturaleza como arte primero y esencial. El tema me surgió esta mañana a raíz del primer paseo por el bosque del lago Roca, un bosque de cuento a quince o veinte kilómetros de Ushuaia, el paseo se convirtió en algo así como ir de paseo por las salas de un museo: estaban todos los componentes que se encuentran en la pintura (incluso alguno propio de la música): el color, la textura, los matices, los contrastes, las armonías; cada rincón era un descubrimiento, un placer nuevo que yo sentía de la misma manera que siento cuando me paro frente a los cuadros que más me gustan, y no hago excepciones, podían estar representado el neorrealismo: el detalle de los líquenes, las barbas de viejo gris azuladas, los farolillos chinos colgados brillantes y luminosos de las ramas desnudas de las lengas (una especie de haya de hoja pequeña); el expresionismo: los rojos de la hoja pequeña de los ñires junto al verde peremne de los cohiues; el impresionismo bailaba en el bosque como dueño y señor de todo el entorno, las hojas diseminadas sobre el negro humus, sobre los restos de turba, las pinceladas de color llenando el espacio entero en un bosque inundado de una luz matizada de mañana tempranera; los bosques de Watteau, umbríos, jugando con el claroscuro de la vegetación —los personajes apenas una anécdota en una naturaleza lujuriosa y envolvente—; en fin, la suavidad verdeazulada del cielo y los paisajes teñidos de siena de los flamencos y del los pintores del Cinquencento; hasta los bermellones de las cuevas de Altamira tapizando cientos de líquenes, los restos caídos, yacentes del bosque... Habría que preguntarse qué parte ocupa esto, este mundo alucinante de la naturaleza, en eso que llamamos arte; o mejor qué parte ocupa el arte en eso que llamamos Naturaleza, naturaleza como entidad estética, como elemento de contemplación y recreo espiritual.

No sé si hay acuerdo sobre una definición de arte, pero es indudable que desde el punto de vista del espectador, éste no debe ser forzado a interpretar lo que ve en relación a la mano que lo ha creado, al soporte que emplea, a los medios técnicos que usa; el espectador ve y siente, después probablemente interpretará y analizará, pero como una tarea complementaria. La naturaleza, il riporto (no sabría hacer una traducción correcta) que se establece entre el sujeto que vive u observa, y aquello que es observado, es de una entidad tal de llegar a producir en el sujeto una tensión emocional desbordante cercana a uno de los placeres más vívidos.

Comparando arte y Naturaleza (Naturaleza con mayúscula) desde el punto de vista contemplativo, de la percepción de armonías, de los contrastes, de los matices, en puridad encontraría uno más similitud que la que puedan tener otras ramas del arte entre ellas mismas. La Naturaleza, reina y señora, parece diluirse algo más en el arte más actual, pero quizás haya que profundizar más para encontrar que combinaciones muy primarias de estructuras de la naturaleza (líquines, líneas, arbitrarias texturas de barro y arena, etc.) se hallan frecuentemente implícitas en el arte de las últimas décadas.

Puerto Natales (Chile)


Salimos de madrugada en un avión hasta Río Gallego, hicimos auto-stop, cogimos un autobús, llegamos a un paisaje enteramente nevado, se hizo de noche, bajamos en Río Turbio, demoramos una hora en la frontera y por último llegamos al otro lado, del Atlántico al Pácifico, el océano no se veía, pero ahí estaba más allá de la la niebla, en una noche londinense al fondo del Cono Sur.

Es difícil centrarse en un tema a este ritmo de vida trepidante que nos lleva de un lado para otro del hemisferio sur; apenas hemos empezado a elaborar uno cuando hay que tomar el avión o el barco y el asunto anterior queda obsoleto o desplazado. Hoy fue un día especialmente intenso. Hablamos por los codos con un camionero, tuvimos una pequeña aventura con un R12, hubimos de caminar muchos kilómetros por un desierto hermoso, hermoso hasta el deliquio, la inmensidad, el silencio, un ruido de motor en la inmensa lejanía cada dos horas, alguna rapaz, también alguna avestruz ...y la luz, la luz bañando un cielo de nubes azul ceniza... y el brillo húmedo de la carretera de tierra, una línea infinita trazada como un grito sobre la tierra vasta del sur patagónico.

El automóvil había derrapado en una curva y había dado la vuelta la vuelta sobre sí mismo hasta quedar patas arriba. Hubimos de salir a gatas por la ventana trasera. Contusiones, un corte en una oreja, un hilo de sangre en una mejilla, eso fue todo. Salía humo del motor. Corrimos un centenar de metros alejándonos del vehículo. Luego el humo se extinguió. Se detuvo un camión; entre todos pudimos poner el coche sobre sus ruedas; el coche arrancó. Las dos mujeres, madre e hija, optaron por retornar a Río Gallego. Nosotros optamos por caminar rumbo a las costas del Pacífico. Quedamos solos en mitad de este desierto, solos con las nubes azules, los amarillos de los yerbazales, las lomas perfiladas sobre el horizonte contra el camino brillante que parecía perderse en el infinito. Caminar en este desierto era una fiesta de luz y asombro. Pasaban los kilómetros, km. 3032, km. 3031, km. 3029, km. 3026, unos pequeños palos con números negros sobre fondo blanco que inducían a pensar en la inmensidad de las distancias; ¿cuánto tiempo tardaríamos en llegar al km. 0? Tres, cuatro autos, nadie para, pasan a una velocidad inverosímil sobre la carretera de macadán. Al fin nos sentamos al fondo de uno de esos llanos, comemos, leemos. El sol apenas levanta en estas latitudes del horizonte, es una luz siempre de tarde, siempre translúcida, fría. Los ruidos de los motores preceden en muchos kilómetros a los vehículos, termina por aparecer un colectivo de El Pingüino a lo lejos, para, lo tomamos, hace un calor húmedo excesivo en su interior, me adormilo; cuando me despierto el paisaje está cubierto de nieve, las lomas están cubiertas de nieve, los ríos corren lentos por el centro de un canal de hielo. Se hace noche en medio de este paisaje blanco azulado. La calles de Río Turbio están heladas. Otro autobús nos lleva hasta la frontera y de allí a Puerto Natales. Nos gustan sus calles, el ambiente de noche de este lugar, en el albergue nos encontramos con Al, el amigo que dejáramos junto a las cumbres del Fitz Roy. Escribimos durante hora y media a nuestros hijos; después charlamos con la dueña del albergue; xAl se había bebido cuatro litros de cerveza y animaba una tertulia familiar en la habitación de al lado.

Esa noche llegamos hambriento y nos metimos a cernar en un sitio muy cuco, sonaba Jordi Savall.